www.centrojuandemariana.tk La rebelión de las masas
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PRÓLOGO PARA FRANCESES Este libro -suponiendo que sea un
libro- data... Comenzó a publicarse en un diario madrileño en 1926, y el asunto de que trata es demasiado humano para que
no le afecte demasiado el tiempo. Hay, sobre todo, épocas en que la realidad humana, siempre móvil, se acelera, se embala
en velocidades vertiginosas. Nuestra época es de esta clase porque es de descensos y caídas. De aquí que los hechos hayan
dejado atrás el libro. Mucho de lo que en él se anuncia fue pronto un presente y es ya un pasado. Además, como este libro
ha circulado mucho durante estos años fuera de Francia, no pocas de sus fórmulas han llegado ya al lector francés por vías
anónimas y son puro lugar común. Hubiera sido, pues, excelente ocasión para practicar la obra de caridad más propia de nuestro
tiempo: no publicar libros superfluos. Yo he hecho todo lo posible en este sentido -va para cinco años que la casa Stock me
propuso su versión-; pero se me ha hecho ver que el organismo de ideas enunciadas en estas páginas no consta al lector francés
y que, acertado o erróneo, fuera útil someterlo a su meditación y a su crítica. No estoy muy convencido de ello, pero
no es cosa de formalizarse. Me importa, sin embargo, que no entre en su lectura con ilusiones injustificadas. Conste, pues,
que se trata simplemente de una serie de artículos publicados en un diario madrileño de gran circulación. Como casi todo lo
que he escrito, fueron escritas estas páginas para unos cuantos españoles que el destino me había puesto delante. ¡No es sobremanera
improbable que mis palabras, cambiando ahora de destinatario, logren decir a los franceses lo que ellas pretenden enunciar?
Mal puedo esperar mejor fortuna cuando estoy persuadido de que hablar es una operación mucho más ilusoria de lo que suele
creerse; por supuesto, como casi todo lo que el hombre hace. Definimos el lenguaje como el medio que nos sirve para manifestar
nuestros pensamientos. Pero una definición, si es verídica, es irónica, implica tácitas reservas, y cuando no se la interpreta
así, produce funestos resultados. Así ésta. Lo de menos es que el lenguaje sirva también para ocultar nuestros pensamientos,
para mentir. La mentira sería imposible si el hablar primario y normal no fuese sincere. La moneda falsa circula sostenida
por la moneda sana. A la postre, el engaño resulta ser un humilde parásito de la ingenuidad. No; lo más peligroso de aquella definición
es la añadidura optimista con que solemos escucharla. Porque ella misma no nos asegura que mediante el lenguaje podamos manifestar
con suficiente adecuación todos nuestros pensamientos. No se comprende a tanto, pero tampoco nos hace ver francamente la verdad
estricta: que siendo al hombre imposible entenderse con sus semejantes, estando condenado a radical soledad, se extenúa en
esfuerzos para llegar al prójimo. De estos esfuerzos es el lenguaje quien consigue a veces declarar con mayor aproximación
algunas de las cosas que nos pasan dentro. Nada más. Pero de ordinario no usamos estas reservas. Al contrario, cuando el hombre
se pone a hablar, lo hace porque cree que va a poder decir cuanto piensa. Pues bien: esto es lo ilusorio. El lenguaje no da
para tanto. Dice, poco mas o menos, una parte de lo que pensamos, y pone una valla infranqueable a la transfusión del resto.
Sirve bastante bien para enunciados y pruebas matemáticas; ya al hablar de física empieza a hacerse equívoco e insuficiente.
Pero conforme la conversación se ocupa de temas más importantes que ésos, más humanos, más «reales», va aumentando su imprecisión,
su torpeza y confusionismo. Dóciles al prejuicio inveterado de que hablando nos entendemos, decimos y escuchamos tan de buena
fe, que acabamos muchas veces por malentendernos mucho más que si, mudos, procurásemos adivinarnos. Se olvida demasiado que todo auténtico
decir no sólo dice algo, sino que lo dice alguien a alguien. En todo decir hay un emisor y un receptor, los cuales no son
indiferentes al significado de las palabras. Éste varía cuando aquéllas varían. Duo si idem dicunt, non est idem. Todo vocablo es ocasional. El lenguaje es por esencia diálogo, y todas las
otras formas del hablar depotencian su eficacia. Por eso yo creo que un libro sólo es bueno en la medida en que nos trae un
diálogo latente, en que sentimos que el autor sabe imaginar concretamente a su lector y éste percibe como si de entre las
líneas saliese una mano ectoplásmica que palpa su persona, que quiere acariciarla -o bien, muy cortésmente, darle un puñetazo. Se ha abusado de la palabra, y por
eso ha caído en desprestigio. Como en tantas otras cosas, ha consistido aquí el abuse en el uso sin preocupaciones, sin conciencia
de la limitación del instrumento. Desde hace casi dos siglos se ha creído que hablar era hablar urbi et orbi, es decir, a
todo el mundo y a nadie. Yo detesto esta manera de hablar y sufro cuando no sé muy concretamente a quién hablo. Cuentan, sin insistir demasiado sobre
la realidad del hecho, que cuando se celebró el jubileo de Víctor Hugo fue organizada una gran fiesta en el palacio del Elíseo,
a que concurrieron, aportando su homenaje, representaciones de todas las naciones. El gran poeta se hallaba en la gran sala
de recepción, en solemne actitud de estatua, con el codo apoyado en el reborde de una chimenea. Los representantes de las
naciones se iban adelantando ante el público, y presentaban su homenaje al vate de Francia. Un ujier, con voz de Esténtor,
los iba anunciando: «Monsieur le Représentant de 1'Angleterre!»
Y Víctor Hugo, con voz de dramático trémolo, poniendo los ojos en blanco, decía: «L'Angleterre! Ah Shakespeare!» El ujier
prosiguió: «Monsieur le Représentant de 1'Espagne!» Y Víctor Hugo: «L'Espagne! Ah Cervantes!» El ujier: «Monsieur le Représentant
de 1'Allemagne!» Y Víctor Hugo: «L'Allemagne! Ah Goethe!» Pero entonces llegó el turno a un
pequeño señor, achaparrado, gordinflón y torpe de andares. El ujier exclamó: «Monsieur le Représentant de la Mésopotamie!»
Víctor Hugo, que hasta entonces había permanecido impertérrito y seguro de sí mismo, pareció vacilar. Sus pupilas, ansiosas,
hicieron un gran giro circular como buscando en todo el cosmos algo que no encontraba. Pero pronto se advirtió que lo había
hallado y que volvía a sentirse dueño de la situación. En efecto, con el mismo tono patético, con no menor convicción, contestó
al homenaje del rotundo representante diciendo: «La Mésopotamie! Ah I'humanité!» He referido esto a fin de declarar,
no sin la solemnidad de Víctor Hugo, que yo no he escrito ni hablado nunca para la Mesopotamia, y que no me he dirigido jamás
a la humanidad. Esta costumbre de hablar a la humanidad, que es la forma más sublime y, por lo tanto, más despreciable de
la democracia, fue adoptada hacia 1750 por intelectuales descarriados, ignorantes de sus propios limites, y que siendo, por
su oficio, los hombres del decir, del logos, han usado de él sin respeto ni precauciones, sin darse cuenta de que la palabra
es un sacramento de muy delicada administración. II Esta tesis que sustenta la exigüidad
del radio de acción eficazmente concedido a la palabra, podía parecer invalidada por el hecho mismo de que este volumen haya
encontrado lectores en casi todas las lenguas de Europa.Yo creo, sin embargo, que este hecho es más bien síntoma de otra cosa,
de otra grave cosa: de la pavorosa homogeneidad de situaciones en que va cayendo todo el Occidente. Desde la aparición de
este libro, por la mecánica que en el mismo se describe, esa identidad ha crecido en forma angustiosa. Digo angustiosa porque,
en efecto, lo que en cada país es sentido como circunstancia dolorosa, multiplica hasta el infinito su efecto deprimente cuando
el que lo sufre advierte que apenas hay lugar en el continente donde no acontezca estrictamente lo mismo. Podía antes ventilarse
la atmósfera confinada de un país abriendo las ventanas que dan sobre otro. Por ahora no sirve de nada este expediente, porque
en el otro país es la atmósfera tan irrespirable como en el propio. De aquí la sensación opresora de asfixia. Job, que era
un terrible prince-sans-rire, pregunta a sus amigos, los viajeros y mercaderes que han andado por el mundo: Unde sapientia
venit et quis locus intelligentiae? «¿Sabéis de algún lugar del mundo donde la inteligencia exista?» Conviene, sin embargo, que en esta
progresiva asimilación de las circunstancias distingamos dos dimensiones diferentes y de valor contrapuesto. Este enjambre de pueblos occidentales
que partió a volar sobre la historia desde las ruinas del mundo antiguo, se ha caracterizado siempre por una forma dual de
vida. Pues ha acontecido que conforme cada uno iba formando su genio peculiar, entre ellos o sobre ellos, se iba creando un
repertorio común de ideas, maneras y entusiasmos. Más aún. Este destino que les hacía, a la par, progresivamente homogéneos
y progresivamente dispersos, ha de entenderse con cierto superlativo de paradoja. Porque en ellos la homogeneidad no fue ajena
a la diversidad. Al contrario: cada nuevo principio uniforme fertilizaba la diversificación. La idea cristiana engendra las
Iglesias nacionales: el recuerdo del Imperium romano inspira las diversas formas del Estado; la «restauración de las letras»
en el siglo xv dispara las literaturas divergentes; la ciencia y el principio unitario del hombre como «razón pura» crea los
distintos estilos intelectuales que modelan diferencialmente hasta las extremas abstracciones de la obra matemática. En fin,
y para colmo: hasta la extravagante idea del siglo XVIII, según la cual todos los pueblos han de tener una constitución idéntica,
produce el efecto de despertar románticamente la conciencia diferencial de las nacionalidades, que viene a ser como incitar
a cada uno hacia su particular vocación. Y es que para estos pueblos llamados
europeos, vivir ha sido siempre -claramente desde el siglo XI, desde Otón II- moverse y actuar en un espacio o ámbito común.
Es decir, que para cada uno vivir era convivir con los demás. Esta convivencia tomaba indiferentemente aspecto pacífico o
combativo. Las guerras intereuropeas han mostrado casi siempre un curioso estilo que las hace parecerse mucho a las rencillas
domésticas. Evitan la aniquilación del enemigo y son más bien certámenes, luchas de emulación, como la de los motes dentro
de una aldea, o disputas de herederos por el reparto de un legado familiar. Un poco de otro modo, todos van a lo mismo. Eadem sed aliter. Como Carlos V decía de Francisco I: «Mi primo Francisco
y yo estamos por completo de acuerdo: los dos queremos Milán.» Lo de menos es que a ese espacio histórico
común, donde todas las gentes de Occidente se sentían como en su casa, corresponda un espacio físico que la geografía denomina
Europa. El espacio histórico a que aludo se mide por el radio de efectiva y prolongada convivencia -es un espacio social-.
Ahora bien: convivencia y sociedad son términos equipolentes. Sociedad es lo que se produce automáticamente por el simple
hecho de la convivencia. De suyo, e ineluctablemente, segrega ésta costumbres, usos, lengua, derecho, poder público. Uno de
los más graves errores del pensamiento «moderno», cuyas salpicaduras aún padecemos, ha sido confundir la sociedad con la asociación,
que es aproximadamente lo contrario de aquélla. Una sociedad no se constituye por acuerdo de las voluntades. Al revés: todo
acuerdo de voluntades presupone la existencia de una sociedad, de gentes que conviven, y el acuerdo no puede consistir sino
en precisar una u otra forma de esa convivencia, de esa sociedad preexistente. La idea de la sociedad como reunión contractual,
por lo tanto, jurídica, es el más insensato ensayo que se ha hecho de poner la carreta delante de los bueyes. Porque el derecho,
la realidad «derecho» -no las ideas de él del filósofo, jurista o demagogo, es, si se me tolera la expresión barroca, secreción
espontánea de la sociedad, y no puede ser otra cosa. Querer que el derecho rija las relaciones entre seres que previamente
no viven en efectiva sociedad, me parece -y perdóneseme la insolencia- tener una idea bastante confusa y ridícula de lo que
el derecho es. No debe extrañar, por otra parte,
la preponderancia de esa opinión confusa y ridícula sobre el derecho, porque una de las máximas desdichas del tiempo es que,
al topar las gentes de Occidente con los terribles conflictos públicos del presente, se han encontrado pertrechados con un
utillaje arcaico y torpísimo de nociones sobre lo que es sociedad, colectividad, individuo, usos, ley, justicia, revolución,
etcétera. Buena parte del azoramiento actual proviene de la incongruencia entre la perfección de nuestras ideas sobre los
fenómenos físicos y el retraso escandaloso de las «ciencias morales». El ministro, el profesor, el físico ilustre y el novelista
suelen tener de esas cosas conceptos dignos de un barbero suburbano. ¿No es perfectamente natural que sea el barbero suburbano
quien dé la tonalidad al tiempo? Pero volvamos a nuestra ruta. Quería
insinuar que los pueblos europeos son desde hace mucho tiempo una sociedad, una colectividad, en el mismo sentido que tienen
estas palabras aplicadas a cada una de las naciones que integran aquélla. Esta sociedad manifiesta todos los atributos de
tal: hay costumbres europeas, usos europeos, opinión pública europea, derecho europeo, poder público europeo. Pero todos estos
fenómenos sociales se dan en la forma adecuada a] estado de evolución en que se encuentra la sociedad europea, que no es,
claro está, tan avanzado como el de sus miembros componentes, las naciones. Por ejemplo: la forma de presión social
que es el poder público funciona en toda sociedad, incluso en aquellas primitivas donde no existe aún un órgano especial encargado
de manejarlo. Si a este órgano diferenciado a quien se encomienda el ejercicio del poder público se le quiere llamar Estado,
dígase que en ciertas sociedades no hay Estado, pero no se diga que no hay en ellas poder público. Donde hay opinión pública,
¿cómo podrá faltar un poder público, si éste no es mas que la violencia colectiva disparada por aquella opinión? Ahora bien:
que desde hace siglos y con intensidad creciente existe una opinión pública europea -y hasta una técnica para influir en ella-,
es cosa incómoda de negar. Por esto recomiendo al lector que
ahorre la malignidad de una sonrisa al encontrar que en los últimos capítulos de este volumen se hace con cierto denuedo,
frente al cariz opuesto de las apariencias actuales, la afirmación de una pasión, de una probable unidad estatal de Europa.
No niego que los Estados Unidos de Europa son una de las fantasías más módicas que existen, y no me hago solidario de lo que
otros han pensado bajo estos signos verbales. Mas, por otra parte, es sumamente improbable que una sociedad, una colectividad
tan madura como la que ya forman los pueblos europeos, no ande cerca de crearse su artefacto estatal mediante el cual formalice
el ejercicio del poder público europeo ya existente. No es, pues, debilidad ante las solicitaciones de la fantasía ni propensión
a un «idealismo» que detesto, y contra el cual he combatido toda mi vida, lo que me lleva a pensar así. Ha sido el realismo
histórico el que me ha enseñado a ver que la unidad de Europa como sociedad no es un «ideal», sino un hecho y de muy vieja
cotidianidad. Ahora bien: una vez que se ha visto esto, la probabilidad de un Estado general europeo se impone necesariamente.
La ocasión que lleve súbitamente a término el proceso puede ser cualquiera: por ejemplo, la coleta de un chino que asome por
los Urales o bien una sacudida del gran magma islámico. La figura de ese Estado supranacional
será, claro está, muy distinta de las usadas, como, según en esos mismos capítulos se intenta mostrar, ha sido muy distinto
el Estado nacional del Estado-ciudad que conocieron los antiguos. Yo he procurado en estas páginas poner en franquía las mentes
para que sepan ser fieles a la sutil concepción del Estado y sociedad que la tradición europea nos propone. Al pensamiento grecorromano no le
fue nunca fácil concebir la realidad como dinamismo. No podía desprenderse de lo visible o sus sucedáneos, como un niño no
entiende bien de un libro más que las ilustraciones. Todos los esfuerzos de sus filósofos autóctonos para trascender esa limitación
fueron vanos. En todos sus ensayos para comprender actúa, más o menos, como paradigma, el objeto corporal, que es para ellos
la «cosa» por excelencia. Sólo aciertan a ver una sociedad, un Estado donde la unidad tenga el carácter de contigüidad visual;
por ejemplo, una ciudad. La vocación mental del europeo es opuesta. Toda cosa visible le parece, en cuanto tal, simple máscara
aparente de una fuerza latente que la está constantemente produciendo y que es su verdadera realidad. Allí donde la fuerza,
la dynamis, actúa unitariamente, hay real unidad, aunque a la vista nos aparezcan como manifestación de ella sólo cosas diversas. Sería recaer en la limitación antigua
no descubrir unidad de poder público más que donde éste ha tomado máscaras ya conocidas y como solidificadas de Estado; esto
es, en las naciones particulares de Europa. Niego rotundamente que el poder público decisivo actuante en cada una de ellas
consista exclusivamente en su poder público inferior o nacional. Conviene caer de una vez en la cuenta de que desde hace muchos
siglos -y con conciencia de ello desde hace cuatro- viven todos los pueblos de Europa sometidos a un poder público que por
su misma pureza dinámica no tolera otra denominación que la extraída de la ciencia mecánica: el «equilibrio europeo» o balance
of power. Ese es el auténtico Gobierno de Europa
que regula en su vuelo por la historia al enjambre de pueblos, solícitos y pugnaces como abejas, escapados a las ruinas del
mundo antiguo. La unidad de Europa no es una fantasía, sino que es la realidad misma, y la fantasía es precisamente lo otro,
la creencia de que Francia, Alemania, Italia o España son realidades sustantivas e independientes. Se comprende, sin embargo, que no
todo el mundo perciba con evidencia la realidad de Europa, porque Europa no es una «cosa», sino un equilibrio. Ya en el siglo
XVIII el historiador Robertson llamó al equilibrio europeo «the great secret of modern politics». ¡Secreto grande y paradójico, sin
duda! Porque el equilibrio o balanza de poderes es una realidad que consiste esencialmente en la existencia de una pluralidad.
Si esta pluralidad se pierde, aquella unidad dinámica se desvanecería. Europa es, en efecto, enjambre: muchas abejas y un
solo vuelo. Este carácter unitario de la magnífica
pluralidad europea es lo que yo llamaría la buena homogeneidad, la que es fecunda y deseable, la que hacía ya decir a Montesquieu:
«L'Europe n'est qu'une nation composée de plusieurs», y a Balzac, más románticamente, le hacía hablar de la «grande famille
continentale, dont tous les efforst tendent à je ne sais quel mystère de civilisation» III Esta muchedumbre de modos europeos
que brota constantemente de su radical unidad y revierte a ella manteniéndola es el tesoro mayor del Occidente. Los hombres
de cabezas toscas no logran pensar una idea tan acrobática como ésta en que es preciso brincar, sin descanso, de la afirmación
de la pluralidad al reconocimiento de la unidad, y viceversa. Son cabezas pesadas nacidas para existir bajo las perpetuas
tiranías de Oriente. Triunfa hoy sobre todo el área continental
una forma de homogeneidad que amenaza consumir por completo aquel tesoro. Dondequiera ha surgido el hombre-masa de que este
volumen se ocupa, un tipo de hombre hecho de prisa, montado nada más que sobre unas cuantas y pobres abstracciones y que,
por lo mismo, es idéntico de un cabo de Europa al otro. A él se debe el triste aspecto de asfixiante monotonía que va tomando
la vida en todo el continente. Este hombre-masa es el hombre previamente vaciado de su propia historia, sin entrañas de pasado
y, por lo mismo, dócil a todas las disciplinas llamadas «internacionales». Más que un hombre, es sólo un caparazón de hombre
constituido por meres idola fori; carece de un «dentro», de una intimidad suya, inexorable e inalienable, de un yo que no
se pueda revocar. De aquí que esté siempre en disponibilidad para fingir ser cualquier cosa. Tiene sólo apetitos, cree que
tiene sólo derechos y no cree que tiene obligaciones: es el hombre sin la nobleza que obliga -sine nobilitate-, snob. Este universal esnobismo, que tan
claramente aparece, por ejemplo, en el obrero actual, ha cegado las almas para comprender que, si bien toda estructura dada
de la vida continental tiene que ser trascendida, ha de hacerse esto sin pérdida grave de su interior pluralidad. Como el
esnob está vacío de destino propio, como no siente que existe sobre el planeta para hacer algo determinado e incanjeable,
es incapaz de entender que hay misiones particulares y especiales mensajes. Por esta razón es hostil al liberalismo, con una
hostilidad que se parece a la del sordo hacia la palabra. La libertad ha significado siempre en Europa franquía para ser el
que auténticamente somos. Se comprende que aspire a prescindir de ella quien sabe que no tiene auténtico quehacer. Con extraña facilidad, todo el mundo
se ha puesto de acuerdo para combatir y denostar al viejo liberalismo. La cosa es sospechosa. Porque las gentes no suelen
ponerse de acuerdo si no es en cosas un poco bellacas o un poco tontas. No pretendo que el viejo liberalismo sea una idea
plenamente razonable: ¿cómo va a serlo si es viejo y si es ismo! Pero si pienso que es una doctrina sobre la sociedad mucho
más honda y cara de lo que suponen sus detractores colectivistas, que empiezan por desconocerlo. Hay además en él una intuición
de lo que Europa ha sido, altamente perspicaz. Cuando Guizot, por ejemplo, contrapone
la civilización europea a las demás, haciendo notar que en ellas no ha triunfado nunca en forma absoluta ningún principio,
ninguna idea, ningún grupo o clase, y que a esto se debe su crecimiento permanente y su carácter progresivo, no podemos menos
de poner el oído atento. Este hombre sabe lo que dice. La expresión es insuficiente porque es negativa, pero sus palabras
nos llegan cargadas de visiones inmediatas. Como del buzo emergente trascienden olores abisales, vemos que este hombre llega
efectivamente del profundo pasado de Europa donde ha sabido sumergirse. Es, en efecto, increíble que en los primeros años
del siglo XIX, tiempo retórico y de gran confusión, se haya compuesto un libro como la Histoire de la civilisation en Europe.
Todavía el hombre de hoy puede aprender allí cómo la libertad y el pluralismo son dos cosas recíprocas y cómo ambas constituyen
la permanente entraña de Europa. Pero Guizot ha tenido siempre mala
prensa, como, en general, los doctrinarios. A mí no me sorprende. Cuando veo que hacia un hombre o grupo se dirige fácil e
insistente el aplauso, surge en mí la vehemente sospecha de que en ese hombre o en ese grupo, tal vez junto a dotes excelentes,
hay algo sobremanera impuro. Acaso es esto un error que padezco, pero debo decir que no lo he buscado, sino que lo ha ido
dentro de mí decantando la experiencia. De todas suertes, quiero tener el valor de afirmar que este grupo de los doctrinarios,
de quien todo el mundo se ha reído y ha hecho mofas escurriles, es, a mi juicio, lo más valioso que ha habido en la política
del continente durante el siglo XIX. Fueron los únicos que vieron claramente lo que había que hacer en Europa después de la
Gran Revolución, y fueron además hombres que crearon en sus personas un gesto digno y distante, en medio de la chabacaneria
y la frivolidad creciente de aquel siglo. Rotas y sin vigencia casi todas las normas con que la sociedad presta una continencia
al individuo, no podía éste constituirse una dignidad si no la extraía del fondo de sí mismo. Mal puede hacerse esto sin alguna
exageración, aunque sea sólo para defenderse del abandono orgiástico en que vivía su contorno. Guizot supo ser, como Buster
Keaton, el hombre que no ríe. No se abandona jamás. Se condensan en él varias generaciones de protestantes nimeses que habían
vivido en perpetuo alerta, sin poder notar a la deriva en el ambiente social, sin poder abandonarse. Había llegado en ellos
a convertirse en un instinto la impresión radical de que existir es resistir, hincar los talones en tierra para oponerse a
la corriente. En una época como la nuestra, de puras «corrientes» y abandonos, es bueno tomar contacto con hombres que «no
se dejan llevar». Los doctrinarios son un caso excepcional de responsabilidad intelectual, es decir, de lo que más ha faltado
a los intelectuales europeos desde 1750; defecto que es, a su vez, una de las causas profundas del presente desconcierto. Pero yo no sé si, aun dirigiéndome
a lectores franceses, puedo aludir al doctrinarismo como a una magnitud conocida. Pues se da el caso escandaloso de que no
existe un solo libro donde se haya intentado precisar lo que aquel grupo de hombres pensaba, como, aunque parezca increíble,
no hay tampoco un libro medianamente formal sobre Guizot ni sobre Royer-Collard. Verdad es que ni uno ni otro publicaron nunca
un soneto. Pero, en fin, pensaron hondamente, originalmente, sobre los problemas más graves de la vida pública europea, y
construyeron el doctrinal político más estimable de toda la centuria. Ni será posible reconstruir la historia de ésta si no
se cobra intimidad con el modo en que se presentaron las grandes cuestiones ante estos hombres. Su estilo intelectual no es
sólo diferente en especie, sino como de otro género y de otra esencia que todos los demás triunfantes en Europa antes y después
de ellos. Por eso no se les ha entendido, a pesar de su clásica claridad. Y, sin embargo, es muy posible que el porvenir pertenezca
a tendencias de intelecto muy parecidas a las suyas. Por lo menos, garantizo a quien se proponga formular con rigor sistemático
las ideas de los doctrinarios, placeres de pensamiento no esperados y una intuición de la realidad social y política totalmente
distinta de las usadas. Perdura en ellos activa la mejor tradición racionalista en que el hombre se compromete consigo mismo
a buscar cosas absolutas; pero, a diferencia del racionalismo linfático de enciclopedistas y revolucionarios, que encuentran
lo absoluto en abstracciones bon marché, descubren ellos lo histórico como el verdadero absoluto. La historia es la realidad
del hombre. No tiene otra. En ella se ha llegado a hacer tal como es. Negar el pasado es absurdo e ilusorio, porque el pasado
es «lo natural del hombre y vuelve al galope». El pasado no está ahí y no se ha tomado el trabajo de pasar para que lo neguemos,
sino para que lo integremos. Los doctrinarios despreciaban los «derechos del hombre» porque son absolutos «metafísicos», abstracciones
e irrealidades. Los verdaderos derechos son los que absolutamente están ahí, porque han ido apareciendo y consolidándose en
la historia: tales son las «libertades», la legitimidad, la magistratura, las «capacidades». De alentar hoy, hubieran reconocido
el derecho a la huelga (no política) y el contrato colectivo. A un inglés le parecería todo esto lo más obvio; pero los continentales
no hemos llegado todavía a esa estación. Tal vez desde el tiempo de Alcuino, vivimos cincuenta años, cuando menos, retrasados
respecto a los ingleses. Parejo desconocimiento del viejo liberalismo
padecen los colectivistas de ahora cuando suponen, sin más ni más, como cosa incuestionable, que era individualista. En todos
estos temas andan, como he dicho, las nociones sobremanera turbias. Los rusos de estos años pasados solían llamar a Rusia
«el Colectivo». ¿No sería interesante averiguar qué ideas o imágenes se desperezaban al conjure de ese vocablo en la mente
un tanto gaseosa del hombre ruso que tan frecuentemente; como el capitán italiano de que habla Goethe, «bisogna aver una confusione
nella testa»? Frente a todo ello, yo rogaría al lector que tomase en cuenta, no para aceptarlas, sino para que sean discutidas
y pasen luego a sentencia, las tesis siguientes: Primera. El liberalismo individualista
pertenece a la flora del siglo XVIII; inspira, en parte, la legislación de la Revolución francesa; pero muere con ella. Segunda. La creación artística del
siglo XIX ha sido precisamente el colectivismo. Es la primera idea que inventa apenas nacido y que, a lo largo de sus cien
años, no ha hecho sino crecer hasta inundar todo el horizonte. Tercera. Esta idea es la de origen
francés. Aparece por primera vez en los archirreaccionarios De Bonald y De Maistre. En lo esencial es inmediatamente aceptada
por todos, sin más excepción que Benjamín Constant, un «retrasado» del siglo anterior. Pero triunfa en Saint-Simon, en Ballanche,
en Comte, y pulula dondequiera. Por ejemplo, un médico de Lyon, M. Amard, hablará en 1821 del collectivisme frente al personnalisme.
Léanse los artículos que en 1830 y 1831 publica L'Avenir contra el individualismo. Pero más importante que todo esto
es otra cosa. Cuando, avanzando por la centuria, llegamos hasta los grandes teorizadores dei liberalismo -Stuart Mill o Spencer-,
nos sorprende que su presunta defensa del individuo no se basa en mostrar que la libertad beneficia o interesa a éste, sino
todo lo contrario, en que beneficia e interesa a la sociedad. El aspecto agresivo del título que Spencer escoge para su libro
-El individuo contra el Estado- ha sido causa de que lo malentiendan tercamente los que no leen de los libros más que los
títulos. Porque individuo y Estado significan en este título dos meres órganos de un único sujeto -la sociedad-. Y lo que
se discute es si ciertas necesidades sociales son mejor servidas por uno u otro órgano. Nada más. El famoso «individualismo»
de Spencer boxea continuamente dentro de la atmósfera colectivista de su sociología. Resulta, a la postre, que tanto él como
Stuart Mill tratan a los individuos con la misma crueldad socializante que los termites a ciertos de sus congéneres, a los
cuales ceban para chuparles luego la sustancia. ¡Hasta ese punto era la primacía de lo colectivo, el fondo por sí mismo evidente
sobre que ingenuamente danzaban sus ideas! De donde se colige que mi defensa
lohengrinesca del viejo liberalismo es por completo desinteresada y gratuita. Porque es el caso que yo no soy un «viejo liberal».
El descubrimiento -sin duda glorioso y esencial- de lo social, de lo colectivo, era demasiado reciente. Aquellos hombres palpaban,
más que veían, el hecho de que la colectividad es una realidad distinta de los individuos y de su simple suma, pero no sabían
bien en qué consistía y cuáles eran sus efectivos atributos. Por otra parte, los fenómenos sociales del tiempo camuflaban
la verdadera economía de la colectividad, porque entonces convenía a ésta ocuparse en cebar bien a los individuos. No había
aún llegado la hora de la nivelación, de la expoliación y del reparto en todos los órdenes. De aquí que los «viejos liberales»
se abriesen sin suficientes precauciones al colectivismo que respiraban. Mas cuando se ha visto con claridad lo que en el
fenómeno social, en el hecho colectivo, simplemente y como tal, hay, por un lado, de beneficio, pero, por otro, de terrible,
de pavoroso, sólo puede uno adherir a un liberalismo de estilo radicalmente nuevo, menos ingenuo y de más diestra beligerancia,
un liberalismo que está germinando ya, próximo a florecer en la línea misma del horizonte. Ni era posible que, siendo estos hombres,
como eran, de sobra perspicaces, no entreviesen de cuando en cuando las angustias que su tiempo no reservaba. Contra lo que
suele creerse, ha sido normal en la historia que el porvenir sea profetizado. En Macaulay, en Tocqueville, en Comte, encontramos
predibujada nuestra hora. Véase, por ejemplo, lo que hace más de ochenta años
escribía Stuart Mill: «Aparte las doctrinas particulares de pensadores individuales, existe en el mundo una fuerte y creciente
inclinación a extender en forma extrema el poder de la sociedad sobre el individuo, tanto por medio de la fuerza de la opinión
como por la legislativa. Ahora bien: como todos los cambios que se operan en el mundo tienen por efecto el aumento de la fuerza
social y la disminución del poder individual, este desbordamiento no es un mal que tienda a desaparecer espontáneamente, sino,
al contrario, tiende a hacerse cada vez más formidable. La disposición de los hombres, sea como soberanos, sea como conciudadanos,
a imponer a los demás como regla de conducta su opinión y sus gustos, se halla tan enérgicamente sustentada por algunos de
los mejores y algunos de los peores sentimientos inherentes a la naturaleza humana, que casi nunca se contiene más que por
faltarle poder. Y como el poder no parece hallarse en vía de declinar, sino de crecer, debemos esperar, a menos que una fuerte
barrera de convicción moral no se eleve contra el mal, debemos esperar, digo, que en las condiciones presentes del mundo esta
disposición no hará sino aumentar». Pero lo que más nos interesa en Stuart
Mill es su preocupación por la homogeneidad de mala clase que veía crecer en todo Occidente. Esto le hace acogerse a un gran
pensamiento emitido por Humboldt en su juventud. Para que lo humano se enriquezca, se consolide y se perfeccione, es necesario,
según Humboldt, que exista «variedad de situaciones». Dentro de cada nación, y tomando en conjuro las naciones, es preciso
que se den circunstancias diferentes. Así, al fallar una, quedan otras posibilidades abiertas. Es insensato poner la vida
europea a una sola carta, a un solo tipo de hombre, a una idéntica «situación». Evitar esto ha sido el secrete acierto de
Europa hasta el día, y la conciencia de este secrete es la que, clara o balbuciente, ha movido siempre los labios del perenne
liberalismo europeo. En esa conciencia se reconoce a sí misma, como valor positivo, como bien y no como mal, la pluralidad
continental. Me importaba aclarar esto para que no se tergiversase la idea de una supernación europea que este volumen postula. Tal y como vamos, con mengua progresiva
de la «variedad de situaciones», nos dirigimos en vía recta hacia el Bajo Imperio. También fue aquél un tiempo de masas y
de pavorosa homogeneidad. Ya en tiempo de los Antoninos se advierte claramente un extraño fenómeno, menos subrayado y analizado
de lo que debiera: los hombres se han vuelto estúpidos. El proceso venía de tiempo atrás. Se ha dicho, con alguna razón, que
el estoico Posidonio, maestro de Cicerón, es el último hombre antiguo capaz de colocarse ante los hechos con la mente porosa
y activa, dispuesto a investigarlos. Después de él, las cabezas se obliteran y, salvo los alejandrinos, no van a hacer más
que repetir, estereotipar. Pero el síntoma y documento más terrible
de esta forma, a un tiempo homogénea y estúpida -y lo uno por lo otro-, que adopta la vida de un cabo a otro del Imperio,
está donde menos se podía esperar y donde todavía, que yo sepa, nadie la ha buscado: en el idioma. La lengua, que no nos sirve
para decir suficientemente lo que cada uno quisiéramos decir, revela, en cambio, y grita, sin que lo queramos, la condición
más arcana de la sociedad que la habla. En la porción no helenizada del pueblo romano, la lengua vigente es la que se ha llamado
«latín vulgar», matriz de nuestros romances. No se conoce bien este latín vulgar y, en buena parte, sólo se llega a él por
reconstrucciones. Pero lo que se conoce basta y sobra para que nos produzcan espanto dos de sus caracteres. Uno es la increíble
simplificación de su mecanismo gramatical en comparación con el latín clásico. La sabrosa complejidad indoeuropea, que conservaba
el lenguaje de las clases superiores, quedó suplantada por un habla plebeya, de mecanismo muy fácil, pero a la vez, o por
lo mismo, pesadamente mecánico, como material; gramática balbuciente y perifrástica, de ensayo y rodeo, como la infantil.
Es, en efecto, una lengua pueril o gaga, que no permite la fina arista del razonamiento ni líricos tornasoles. Es una lengua
sin luz ni temperatura, sin evidencia y sin calor de alma, una lengua triste que avanza a tientas. Los vocablos parecen viejas
monedas de cobre, mugrientas y sin rotundidad, como hartas de rodar por las tabernas mediterráneas. ¡Qué vidas evacuadas de
sí mismas, desoladas, condenadas a eterna cotidianidad, se adivinan tras este seco artefacto lingüístico! El otro carácter aterrador del latín
vulgar es precisamente su homogeneidad. Los lingüistas, que acaso son, después de los aviadores, los hombres menos dispuestos
a asustarse de cosa alguna, no parecen inmutarse ante el hecho de que hablasen lo mismo países tan dispares como Cartago y
Galia, Tingitania y Dalmacia, Hispania y Rumania. Yo, en cambio, que soy bastante tímido, que tiemblo cuando veo cómo el viento
fatiga unas cañas, no puedo reprimir ante ese hecho un estremecimiento medular. Me parece, sencillamente, atroz. Verdad es
que trato de representarme cómo era por dentro eso que mirado desde fuera nos aparece, tranquilamente, como homogeneidad;
procuro descubrir la realidad viviente de que ese hecho es la quieta impronta. Consta, claro está, que había africanismos,
hispanismos, galicismos. Pero al constar esto quiere decir que el torso de la lengua era común e idéntico, a pesar de las
distancias, del escaso intercambio, de la dificultad de comunicaciones y de que no contribuía a fijarlo una literatura. ¿Cómo
podían venir a coincidencia el celtíbero y el belga, el vecino de Hipona y el de Lutecia, el mauritano y el dacio, sino en
virtud de un achatamiento general, reduciendo la existencia a su base, nulifícando sus vidas? El latín vulgar está ahí en
los archivos, como un escalofriante petrefacto, testimonio de que una vez la historia agonizó bajo el imperio homogéneo de
la vulgaridad por haber desaparecido la fértil «variedad de situaciones».
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