www.centrojuandemariana.tk La rebelión de las masas
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PRIMERA PARTE I. EL HECHO DE LAS
AGLOMERACIONES Hay un hecho que, para bien
o para mal, es el más importante en la vida pública europea de la hora presente. Este hecho es el advenimiento de las masas
al pleno poderío social. Como las masas, por definición, no deben ni pueden dirigir su propia existencia, y menos regentar
la sociedad, quiere decirse que Europa sufre ahora la más grave crisis que a pueblos, naciones, culturas, cabe padecer. Esta
crisis ha sobrevenido más de una vez en la historia. Su fisonomía y sus consecuencias son conocidas. También se conoce su
nombre. Se llama la rebelión de las masas. Para la inteligencia del formidable
hecho conviene que se evite dar desde luego a las palabras «rebelión», «masas», «poderío social», etc., un significado exclusiva
o primariamente político. La vida pública no es sólo política, sino, a la par y aun antes, intelectual, moral, económica,
religiosa; comprende los usos todos colectivos e incluye el modo de vestir y el modo de gozar. Tal vez la mejor manera de
acercarse a este fenómeno histórico consista en referirnos a una experiencia visual, subrayando una facción de nuestra época
que es visible con los ojos de la cara. Sencillísima de enunciar, aunque
no de analizar, yo la denomino el hecho de la aglomeración, del «lleno». Las ciudades están llenas de gente. Las casas, llenas
de inquilinos. Los hoteles, llenos de huéspedes. Los trenes, llenos de viajeros. Los cafés, llenos de consumidores. Los paseos,
llenos de transeúntes. Las salas de los médicos famosos, llenas de enfermos. Los espectáculos, como no sean muy extemporáneos,
llenos de espectadores. Las playas, llenas de bañistas. Lo que antes no solía ser problema empieza a serlo casi de continuo:
encontrar sitio. Nada más. ¿Cabe hecho más simple,
más notorio, más constante, en la vida actual? Vamos ahora a punzar el cuerpo trivial de esta observación, y nos sorprenderá
ver cómo de él brota un surtidor inesperado, donde la blanca luz del día, de este día, del presente, se descompone en todo
su rico cromatismo interior. ¿Qué es lo que vemos, y al
verlo nos sorprende tanto? Vemos la muchedumbre, como tal, posesionada de los locales y utensilios creados por la civilización.
Apenas reflexionamos un poco, nos sorprendemos de nuestra sorpresa. Pues qué, ¿no es el ideal? El teatro tiene sus localidades
para que se ocupen; por lo tanto, para que la sala esté llena. Y lo mismo los asientos del ferrocarril, y sus cuartos el hotel.
Sí; no tiene duda. Pero el hecho es que antes ninguno de estos establecimientos y vehículos solían estar llenos, y ahora rebosan,
queda fuera gente afanosa de usufructuarlos. Aunque el hecho sea lógico, natural, no puede desconocerse que antes no acontecía
y ahora sí; por lo tanto, que ha habido un cambio, una innovación, la cual justifica, por lo menos en el primer momento, nuestra
sorpresa. Sorprenderse, extrañarse, es
comenzar a entender. Es el deporte y el lujo específico del intelectual. Por eso su gesto gremial consiste en mirar al mundo
con los ojos dilatados por la extrañeza. Todo en el mundo es extraño y es maravilloso para unas pupilas bien abiertas. Esto,
maravillarse, es la delicia vedada al futbolista, y que, en cambio, lleva al intelectual por el mundo en perpetua embriaguez
de visionario. Su atributo son los ojos en pasmo. Por eso los antiguos dieron a Minerva la lechuza, el pájaro con los ojos
siempre deslumbrados. La aglomeración, el lleno,
no era antes frecuente. ¿Por qué lo es ahora? Los componentes de esas muchedumbres
no han surgido de la nada. Aproximadamente, el mismo número de personas existía hace quince años. Después de la guerra parecería
natural que ese número fuese menor. Aquí topamos, sin embargo, con la primera nota importante. Los individuos que integran
estas muchedumbres preexistían, pero no como muchedumbre. Repartidos por el mundo en pequeños grupos, o solitarios, llevaban
una vida, por lo visto, divergente, disociada, distante. Cada cual -individuo o pequeno grupo- ocupaba un sitio, tal vez el
suyo, en el campo, en la aldea, en la villa, en el barrio de la gran ciudad. Ahora, de pronto, aparecen
bajo la especie de aglomeración, y nuestros ojos ven dondequiera muchedumbres. ¿Dondequiera? No, no; precisamente en los lugares
mejores, creación relativamente refinada de la cultura humana, reservados antes a grupos menores, en definitiva, a minorías. La muchedumbre, de pronto,
se ha hecho visible, se ha instalado en los lugares preferentes de la sociedad. Antes, si existía, pasaba inadvertida, ocupaba
el fondo del escenario social; ahora se ha adelantado a las baterías, es ella el personaje principal. Ya no hay protagonistas:
sólo hay coro. El concepto de muchedumbre
es cuantitativo y visual. Traduzcámoslo, sin alterarlo, a la terminología sociológica. Entonces hallamos la idea de masa social.
La sociedad es siempre una unidad dinámica de dos factores: minorías y masas. Las minorías son individuos o grupos de individuos
especialmente cualificados. La masa es el conjunto de personas no especialmente cualificadas. No se entienda, pues, por masas,
sólo ni principalmente «las masas obreras». Masa es el «hombre medio». De este modo se convierte lo que era meramente cantidad
-la muchedumbre- en una determinación cualitativa: es la cualidad común, es lo mostrenco social, es el hombre en cuanto no
se diferencia de otros hombres, sino que repite en sí un tipo genérico. ¿Qué hemos ganado con esta conversión de la cantidad
a la cualidad? Muy sencillo: por medio de ésta comprendemos la génesis de aquella. Es evidente, hasta perogrullesco, que la
formación normal de una muchedumbre implica la coincidencia de deseos, de ideas, de modo de ser, en los individuos que la
integran. Se dirá que es lo que acontece con todo grupo social, por selecto que pretenda ser. En efecto; pero hay una esencial
diferencia. En los grupos que se caracterizan
por no ser muchedumbre y masa, la coincidencia efectiva de sus miembros consiste en algún deseo, idea o ideal, que por sí
solo excluye el gran número. Para formar una minoría, sea la que fuere, es preciso que antes cada cual se separe de la muchedumbre
por razones especiales, relativamente individuales. Su coincidencia con los otros que forman la minoría es, pues, secundaria,
posterior, a haberse cada cual singularizado, y es, por lo tanto, en buena parte, una coincidencia en no coincidir. Hay cosas
en que este carácter singularizador del grupo aparece a la intemperie: los grupos ingleses que se llaman a sí mismos «no conformistas»,
es decir, la agrupación de los que concuerdan sólo en su disconformidad respecto a la muchedumbre ìlimitada. Este ingrediente
de juntarse los menos, precisamente para separarse de los más, va siempre involucrado en la formación de toda minoría. Hablando
del reducido público que escuchaba a un músico refínado, dice graciosamente Mallarmé que aquel público subrayaba con la presencia
de su escasez la ausencia multitudinaria. En rigor, la masa puede definirse,
como hecho psicológico, sin necesidad de esperar a que aparezcan los individuos en aglomeración. Delante de una sola persona
podemos saber si es masa o no. Masa es todo aquel que no se valora a sí mismo -en bien o en mal- por razones especiales, sino
que se siente «como todo el mundo» y, sin embargo, no se angustia, se siente a saber al sentirse idéntico a los demás. Imagínese
un hombre humilde que al intentar valorarse por razones especiales -al preguntarse si tiene talento para esto o lo otro, si
sobresale en algún orden-, advierte que no posee ninguna cualidad excelente. Este hombre se sentirá mediocre y vulgar, mal
dotado; pero no se sentirá «masa». Cuando se habla de «minorías
selectas», la habitual bellaquería suele tergiversar el sentido de esta expresión, fingiendo ignorar que el hombre selecto
no es el petulante que se cree superior a los demás, sino el que se exige más que los demás, aunque no logre cumplir en su
persona esas exigencias superiores. Y es indudable que la división más radical que cabe hacer de la humanidad es ésta, en
dos clases de criaturas: las que se exigen mucho y acumulan sobre sí mismas dificultades y deberes, y las que no se exigen
nada especial, sino que para ellas vivir es ser en cada instante lo que ya son, sin esfuerzo de perfección sobre sí mismas,
boyas que van a la deriva. Esto me recuerda que el budismo
ortodoxo se compone de dos religiones distintas: una, más rigurosa y difícil; otra, más laxa y trivial: el Mahayana -«gran
vehículo», o «gran carril»-, el Himayona -«pequeño vehículo», «camino menor»-. Lo decisivo es si ponemos nuestra vida a uno
u otro vehículo, a un máximo de exigencias o a un mínimo. La división de la sociedad
en masas y minorías excelentes no es, por lo tanto, una división en clases sociales, sino en clases de hombres, y no puede
coincidir con la jerarquización en clases superiores e inferiores. Claro está que en las superiores, cuando llegan a serlo,
y mientras lo fueron de verdad, hay más verosimilitud de hallar hombres que adoptan el «gran vehículo», mientras las inferiores
están normalmente constituidas por individuos sin calidad. Pero, en rigor, dentro de cada clase social hay masa y minoría
auténtica. Como veremos, es característico del tiempo el predominio, aun en los grupos cuya tradición era selectiva, de la
masa y el vulgo. Así, en la vida intelectual, que por su misma esencia requiere y supone la calificación, se advierte el progresivo
triunfo de los seudointelectuales incualifícados, incalificables y descalificados por su propia contextura. Lo mismo en los
grupos supervivientes de la «nobleza» masculina y femenina. En cambio, no es raro encontrar hoy entre los obreros, que antes
podían valer como el ejemplo más puro de esto que llamamos «masa», almas egregiamente disciplinadas. Ahora bien: existen en la sociedad
operaciones, actividades, funciones del más diverso orden, que son, por su misma naturaleza, especiales, y, consecuentemente,
no pueden ser bien ejecutadas sin dotes también especiales. Por ejemplo: ciertos placeres de carácter artístico y lujoso o
bien las funciones de gobierno y de juicio político sobre los asuntos públicos. Antes eran ejercidas estas actividades especiales
por minorías calificadas -califícadas, por lo menos, en pretensión-. La masa no pretendía intervenir en ellas: se daba cuenta
de que si quería intervenir tendría, congruentemente, que adquirir esas dotes especiales y dejar de ser masa. Conocía su papel
en una saludable dinámica social. Si ahora retrocedemos a los
hechos enunciados al principio, nos aparecerán inequívocamente como nuncios de un cambio de actitud en la mesa. Todos ellos
indican que ésta ha resuelto adelantarse al primer piano social y ocupar los locales y usar los utensilios y gozar de los
placeres antes adscritos a los pocos. Es evidente que, por ejemplo, los locales no estaban premeditados para las muchedumbres,
puesto que su dimensión es muy reducida, y el gentío rebosa constantemente de ellos, demostrando a los ojos y con lenguaje
visible el hecho nuevo: la masa que, sin dejar de serlo, suplanta a las minorías. Nadie, creo yo, deplorará que
las gentes gocen hoy en mayor medida y número que antes, ya que tienen para ello el apetito y los medios. Lo malo es que esta
decisión tomada por las masas de asumir las actividades propias de las minorías no se manifiesta, ni puede manifestarse, sólo
en el orden de los placeres, sino que es una manera general del tiempo. Así -anticipando lo que luego veremos-, creo que las
innovaciones políticas de los más recientes años no significan otra cosa que el imperio político de las masas. La vieja democracia
vivía templada por una abundante dosis de liberalismo y de entusiasmo por la ley. Al servir a estos principios, el individuo
se obligaba a sostener en sí mismo una disciplina difícil. Al amparo del principio liberal y de la norma jurídica podían actuar
y vivir las minorías. Democracia y ley, convivencia legal, eran sinónimos. Hoy asistimos al triunfo de una hiperdemocracia
en que la masa actúa directamente sin ley, por medio de materiales presiones, imponiendo sus aspiraciones y sus gustos. Es
falso interpretar las situaciones nuevas como si la masa se hubiese cansado de la política y encargase a personas especiales
su ejercicio. Todo lo contrario. Eso era lo que antes acontecía, eso era la democracia liberal. La masa presumía que, al fin
y al cabo, con todos sus defectos y lacras, las minorías de los políticos entendían un poco más de los problemas públicos
que ella. Ahora, en cambio, cree la masa que tiene derecho a imponer y dar vigor de ley a sus tópicos de café. Yo dudo que
haya habido otras épocas de la historia en que la muchedumbre llegase a gobernar tan directamente como en nuestro tiempo.
Por eso hablo de hiperdemocracia. Lo propio acaece en los demás
órdenes, muy especialmente en el intelectual. Tal vez padezco un error; pero el escritor, al tomar la pluma para escribir
sobre un tema que ha estudiado largamente, debe pensar que el lector medio, que nunca se ha ocupado del asunto, si le lee,
no es con el fin de aprender algo de él, sino, al revés, para sentenciar sobre él cuando no coincide con las vulgaridades
que este lector tiene en la cabeza. Si los individuos que integran la masa se creyesen especialmente dotados, tendríamos no
más que un caso de error personal, pero no una subversión sociológica. Lo característico del momento es que el alma vulgar,
sabiéndose vulgar, tiene el denuedo de afirmar el derecho de la vulgaridad y lo impone dondequiera. Como se dice en Norteamérica:
ser diferente es indecente. La masa arrolla todo lo diferente, egregio, individual, calificado y selecto. Quien no sea como
todo el mundo, quien no piense como todo el mundo, corre el riesgo de ser eliminado. Y claro está que ese «todo el mundo»
no es «todo el mundo». «Todo el mundo» era, normalmente, la unidad compleja de masa y minorías discrepantes, especiales. Ahora
«todo el mundo» es sólo la masa.
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