www.centrojuandemariana.tk La rebelión de las masas
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III LA ALTURA DE LOS TIEMPOS El imperio de las masas presenta,
pues, una vertiente favorable en cuanto significa una subida de todo el nivel histórico, y revela que la vida media se mueve
hoy en altura superior a la que ayer pisaba. Lo cual nos hace caer en la cuenta de que la vida puede tener altitudes diferentes,
y que es una frase llena de sentido la que sin sentido suele repetirse cuando se habla de la altura de los tiempos. Conviene
que nos detengamos en este punto, porque él nos proporciona manera de fijar uno de los caracteres más sorprendentes de nuestra
época.
Se dice, por ejemplo, que esta o la otra cosa no es propia de la altura de los tiempos. En efecto: no el tiempo abstracto
de la cronología, que es todo él llano, sino el tiempo vital o que cada generación llama «nuestro tiempo», tiene siempre cierta
altitud, se eleva hoy sobre ayer, o se mantiene a la par, o cae por debajo. La imagen de caer, envainada en el vocablo decadencia,
precede de esta intuición. Asimismo, cada cual siente, con mayor o menor claridad, la relación en que su vida propia encuentra
con la altura del tiempo donde transcurre. Hay quien se siente en los modos de la existencia actual como un náufrago que no
logra salir a flote, la velocidad del tempo con que hoy marchan las cosas, el impetu y energía con que se hace. todo, angustian
al hombre de temple arcaico, y esta angustia mide el desnivel entre la altura de su pulse y la altura de la época. Por otra
parte, el que vive con plenitud y a gusto las formas del presente tiene conciencia de la relación entre la altura de nuestro
tiempo y la altura de las diversas edades pretéritas. ¿Cuál es esa relación? Fuera erróneo suponer que siempre
el hombre de una época siente las pasadas, simplemente porque pasadas, como más bajas de nivel que la suya. Bastaría recordar
que, al parescer de Jorge Manrique, cualquiera tiempo pasado fue mejor. Pero esto tampoco es verdad. Ni todas
las edades se han sentido inferiores a alguna del pasado, ni todas se han creído superiores a cuantas fueron y recuerdan.
Cada edad histórica manifiesta una sensación diferente ante ese extraño fenómeno de la altitud vital, y me sorprende que no
hayan reparado nunca pensadores e historiógrafos en hecho tan evidente y sustancioso. La impresión que Jorge Manrique declara
ha sido ciertamente la más general, por lo menos si se toma grosso modo. A la mayor parte de las épocas no les pareció su
tiempo más elevado que otras edades antiguas. Al contrario, lo más sólito ha sido que los hombres supongan en un vago pretérito
tiempos mejores, de existencia más plenaria: la «edad de oro», decimos los educados por Grecia y Roma; la Alcheringa, dicen
los salvajes australianos. Esto revela que esos hombres sentían el pulse de su propia vida más o menos falto de plenitud,
decaído, incapaz de henchir por completo el cauce de las venas. Por esta razón respetaban el pasado, los tiempos «clásicos»,
cuya existencia se les presentaba como algo más ancho, más rico, más perfecto y difícil que la vida de su tiempo. Al mirar
atrás e imaginar esos siglos más valiosos, les parecía no dominarlos, sino, al contrario, quedar bajo ellos, como un grado
de temperatura, si tuviese conciencia, sentiría que no contiene en sí el grado superior; antes bien, que hay en éste más calorías
que en él mismo. Desde ciento cincuenta años después de Cristo, esta impresión de encogimiento vital, de venir a menos, de
decaer y perder pulso, crece progresivamente en el Imperio romano. Ya Horacio había cantado: «Nuestros padres, peores que
nuestros abuelos, nos engendraron a nosotros aún más depravados, y nosotros daremos una progenie todavía más incapaz.» (Odas,
libro III, 6.)
Aetas parentum
peior avis tulit
nos nequiores, mox daturos
progeniem vitiosorem. Dos siglos más tarde no había en todo
el Imperio bastantes itálicos medianamente valerosos con quienes cubrir las plazas de centuriones, y hubo que alquilar para
este oficio a dálmatas y, luego, a bárbaros del Danubio y el Rin. Mientras tanto, las mujeres se hicieron estériles e Italia
se despobló. Veamos ahora otra clase de épocas
que gozan de una impresión vital, al parecer la más opuesta a ésa. Se trata de un fenómeno muy curioso, que nos importa mucho
definir. Cuando, hace no más de treinta años, los políticos peroraban ante las multitudes, solían rechazar esta o la otra
medida de gobierno, tal o cual desmán, diciendo que era impropio de la plenitud de los tiempos. Es curioso recordar que la
misma frase aparece empleada por Trajano en su famosa carta a Plinio, al recomendarle que no se persiguiese a los cristianos
en virtud de denuncias anónimas: Nec nostri saeculi est. Ha habido, pues, varias épocas en la historia que se han sentido
a sí mismas como arribadas a una altura plena, definitiva; tiempos en que se cree haber llegado al término de un viaje, en
que se cumple un afán antiguo y planifica una esperanza. Es la «plenitud de los tiempos», la completa madurez de la vida histórica.
Hace treinta años, en efecto, creía el europeo que la vida humana había llegado a ser lo que debía ser, lo que desde muchas
generaciones se venía anhelando que fuese, lo que tendría ya que ser siempre. Los tiempos de plenitud se sienten siempre como
resultado de otras muchas edades preparatorias, de otros tiempos sin plenitud, inferiores al propio, sobre los cuales va montada
esta hora bien granada. Vistos desde su altura, aquellos períodos preparatorios aparecen como si en ellos se hubiese vivido
de puro afán e ilusión no lograda; tiempos de sólo deseo insatisfecho, de ardientes precursores, de «todavía no», de contraste
penoso entre una aspiración clara y la realidad que no le corresponde. Así ve a la Edad Media el siglo XIX. Por fin llega
un día en que ese viejo deseo, a veces milenario, parece cumplirse: la realidad lo recoge y obedece. ¡Hemos llegado a la altura
entrevista, a la meta anticipada, a la cima del tiempo! Al «todavía no», ha sucedido el «por fin». Esta era la sensación que de su propia
vida tenían nuestros padres y toda su centuria. No se olvide esto: nuestro tiempo es un tiempo que viene después de un tiempo
de plenitud. De aquí que, irremediablemente, el que siga adscrito a la otra orilla, a ese próximo plenario pasado, y lo mire
todo bajo su óptica, sufrirá el espejismo de sentir la edad presente como un caer desde la plenitud, como una decadencia. Pero un viejo aficionado a la historia,
empedernido tomador de pulso de tiempos, no puede dejarse alucinar por esa óptica de las supuestas plenitudes. Según he dicho, lo esencial para que
exista «plenitud de los tiempos» es que un deseo antiguo, el cual venía arrastrándose anheloso y querellante durante siglos,
por fin un día queda satisfecho. Y, en efecto, esos tiempos plenos son tiempos satisfechos de sí mismos; a veces, como en
el siglo XIX, archisatisfechos. Pero ahora caemos en la cuenta de que esos siglos tan satisfechos, tan logrados, están muertos
por dentro. La auténtica plenitud vital no consiste en la satisfacción, en el logro, en la arribada. Ya decía Cervantes que
«el camino es siempre mejor que la posada». Un tiempo que ha satisfecho su deseo, su ideal, es que ya no desea nada más, que
se le ha secado la fontana del desear. Es decir, que la famosa plenitud es en realidad una conclusión. Hay siglos que por
no saber renovar sus deseos mueren de satisfacción, como muere el zángano afortunado después del vuelo nupcial. De aquí el dato sorprendente de que
esas etapas de llamada plenitud hayan sentido siempre en el poso de sí mismas una peculiarísima tristeza. El deseo tan lentamente gestado, y
que en el siglo XIX parece al cabo realizarse, es lo que, resumiendo, se denominó a sí mismo «cultura moderna». Ya el nombre
es inquietante: ¡que un tiempo se llame a sí mismo «moderno», es decir, último, definitivo, frente al cual todos los demás
son puros pretéritos, modestas preparaciones y aspiraciones hacia él! ¡Saetas sin brío que fallan el blanco!. ¿No se palpa ya aquí la diferencia
esencial entre nuestro tiempo y ese que acaba de preterir, de transponer? Nuestro tiempo, en efecto, no se siente ya definitivo;
al contrario, en su raíz misma encuentra oscuramente la intuición de que no hay tiempos definitivos, seguros, para siempre
cristalizados, sino que, al revés, esa pretensión de que un tipo de vida -el llamado «cultura moderna»- fuese definitivo,
nos parece una obcecación y estrechez inverosímiles del campo visual. Y al sentir así, percibimos una deliciosa impresión
de habernos evadido de un recinto angosto y hermético, de haber escapado, y salir de nuevo bajo las estrellas al mundo auténtico,
profundo, terrible, imprevisible e inagotable, donde todo, todo es posible: lo mejor y lo peor. La fe en la cultura moderna era triste:
era saber que mañana iba a ser, en todo lo esencial, igual a hoy; que el progreso consistía sólo en avanzar por todos los
«siempres» sobre un camino idéntico al que ya estaba bajo nuestros pies. Un camino así es más bien una prisión que, elástica,
se alarga sin libertarnos. Cuando en los comienzos del Imperio
algún fino provincial llegaba a Roma -Lucano, por ejemplo, o Séneca- y veía las majestuosas construcciones imperiales, símbolo
de un poder definitivo, sentía contraerse su corazón. Ya nada nuevo podía pasar en el mundo. Roma era eterna. Y si hay una
melancolía de las ruinas, que se levanta de ellas como el vaho de las aguas muertas, el provincial sensible percibía una melancolía
no menos premiosa, aunque de signo inverso: la melancolía de los edificios eternos. Frente a ese estado emotivo, ¿no es
evidente que la sensación de nuestra época se parece más a la alegría y alboroto de chicos que se han escapado de la escuela?
Ahora ya no sabemos lo que va a pasar mañana en el mundo, y eso secretamente nos regocija; porque eso, ser imprevisible, ser
un horizonte siempre abierto a toda posibilidad, es la vida auténtica, la verdadera plenitud de la vida. Contrasta este diagnóstico, al cual
falta, es cierto, su otra mitad, con la quejumbre de decadencias que lloriquea en las páginas de tantos contemporáneos. Se
trata de un error óptico que proviene de múltiples causas. Otro día veremos algunas; pero hoy quiero anticipar la más obvia:
proviene de que, fieles a una ideología, en mi opinión periclitada, miran de la historia sólo la política o la cultura, y
no advierten que todo eso es sólo la superficie de la historia; que la realidad histórica es, antes que eso y más hondo que
eso, un puro afán de vivir, una potencia parecida a las cósmicas; no la misma, pero sí hermana de la que inquieta al mar,
fecundiza a la fiera, pone flor en el árbol, hace temblar a la estrella. Frente a los diagnósticos de decadencia,
yo recomiendo el siguiente razonamiento: La decadencia es, claro está, un concepto
comparativo. Se decae de un estado superior hacia un estado inferior. Ahora bien: esa comparación puede hacerse desde los
puntos de vista más diferentes y varios que quepa imaginar. Para un fabricante de boquillas de ámbar, el mundo está en decadencia
porque ya no se fuma apenas con boquillas de ámbar. Otros puntos de vista serán más respetables que éste, pero, en rigor,
no dejan de ser parciales, arbitrarios y externos a la vida misma cuyos quilates se trata precisamente de evaluar. No hay
más que un punto de vista justificado y natural: instalarse en esa vida, contemplarla desde dentro y ver si ella se siente
a sí misma decaída, es decir, menguada, debilitada e insípida. Pero aun mirada por dentro de sí misma,
¿cómo se conoce que una vida se siente o no decaer? Para mi no cabe duda respecto al síntoma decisivo: una vida que no prefiere
otra ninguna de antes, de ningún antes, por lo tanto, que se prefiere a sí misma, no puede en ningún sentido serio llamarse
decadente. A esto venía toda mi excursión sobre el problema de la altitud de los tiempos. Pues acaece que precisamente el
nuestro goza en este punto de una sensación extrañísima; que yo sepa, única hasta ahora en la historia conocida. En los salones del último siglo llegaba
indefectiblemente una hora en que las damas y sus poetas amaestrados se hacían unos a otros esta pregunta: ¿En qué época quisiera
usted haber vivido? Y he aquí que cada uno, echándose a cuestas la figura de su propia vida, se dedicaba a vagar imaginariamente
por las vías históricas en busca de un tiempo donde encajar a gusto el perfil de su existencia. Y es que, aun sintiéndose,
o por sentirse en plenitud, ese siglo XIX quedaba, en efecto, ligado al pasado, sobre cuyos hombros creía estar; se veía,
en efecto, como la culminación del pasado. De aquí que aún creyese en épocas relativamente clásicas -el siglo de Pericles,
el Renacimiento-, donde se habían preparado los valores vigentes. Esto bastaría para hacernos sospechar de los tiempos de
plenitud; llevan la cara vuelta hacia atrás, miran el pasado que en ellos se cumple. Pues bien: ¿qué diría sinceramente
cualquier hombre representativo del presente a quien se hiciese una pregunta parecida? Yo creo que no es dudoso: cualquier
pasado, sin excluir ninguno, le daría la impresión de un recinto angosto donde no podría respirar. Es decir, que el hombre
del presente siente que su vida es más vida que todas las antiguas, o dicho viceversa, que el pasado íntegro se le ha quedado
chico a la humanidad actual. Esta intuición de nuestra vida de hoy anula con su claridad elemental toda lucubración sobre
decadencia que no sea muy cautelosa. Nuestra vida se siente, por lo pronto,
de mayor tamaño que todas las vidas. ¿Cómo podrá sentirse decadente? Todo lo contrario: lo que ha acaecido es que, de puro
sentirse más vida, ha perdido todo respeto, toda atención hacia el pasado. De aquí que por vez primera nos encontremos con
una época que hace tabla rasa de todo clasicismo, que no reconoce en nada pretérito posible modelo o norma, y sobrevenida
al cabo de tantos siglos sin discontinuidad de evolución, parece, no obstante, un comienzo, una alborada, una iniciación,
una niñez. Miramos atrás, y el famoso Renacimiento nos parece un tiempo angostísimo, provincial, de vanos gestos -¿por qué
no decirlo?-, cursi. Yo resumía, tiempo hace, tal situación
en la forma siguiente: «Esta grave disociación de pretérito y presente es el hecho general de nuestra época, y en ella va
incluida la sospecha, más o menos confusa, que engendra el azoramiento peculiar de la vida en estos años. Sentimos que de
pronto nos hemos quedado solos sobre la tierra los hombres actuales; que los muertos no se murieron de broma, sino completamente;
que ya no pueden ayudarnos. El resto de espíritu tradicional se ha evaporado. Los modelos, las normas, las pautas, no nos
sirven. Tenemos que resolvernos nuestros problemas sin colaboración activa del pasado, en pleno actualismo -sean de arte,
de ciencia o de política-. El europeo está solo, sin muertos vivientes a su vera; como Pedro Schlemihl, ha perdido su sombra.
Es lo que acontece siempre que llega el mediodía». ¿Cuál es, en resumen, la altura de
nuestro tiempo?
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