www.centrojuandemariana.tk La rebelión de las masas
|
|||||
IV EL CRECIMIENTO
DE LA VIDA El imperio de las masas y el ascenso
de nivel, la altitud del tiempo que él anuncia, no son, a su vez, más que síntomas de un hecho más completo y general. Este
hecho es casi grotesco e increíble en su misma y simple evidencia. Es, sencillamente, que el mundo, de repente, ha crecido,
y con él y en él la vida. Por lo pronto, ésta se ha mundializado efectivamente; quiero decir que el contenido de la vida en
el hombre de tipo medio es hoy todo el planeta; que cada individuo vive habitualmente todo el mundo. Hace poco más de un ano,
los sevillanos seguían hora por hora, en sus periódicos populares, lo que les estaba pasando a unos hombres junto al Polo,
es decir, que sobre el fondo ardiente de la campiña bética pasaban témpanos a la deriva. Cada trozo de tierra no está ya recluido
en su lugar geométrico, sino que para muchos efectos visuales actúa en los demás sitios del planeta. Según el principio físico
de que las cosas están allí donde actúan, reconoceremos hoy a cualquier punto del globo la más efectiva ubicuidad. Esta proximidad
de lo lejano, esta presencia de lo ausente, ha aumentado en proporción fabulosa el horizonte de cada vida. Y el mundo ha crecido también temporalmente.
La prehistoria y la arqueología han descubierto ámbitos históricos de longitud quimérica. Civilizaciones enteras e imperios
de que hace poco ni el nombre se sospechaba, han sido anexionados a nuestra memoria como nuevos continentes. El periódico
ilustrado y la pantalla han traído todos estos remotísimos pedazos del mundo a la visión inmediata del vulgo. Pero este aumento espaciotemporal
del mundo no significaría por sí nada. El espacio y el tiempo físicos son lo absolutamente estúpido del universo. Por eso
es más justificado de lo que suele creerse el culto a la pura velocidad que transitoriamente ejercitan nuestros contemporáneos.
La velocidad hecha de espacio y tiempo es no menos estúpida que sus ingredientes; pero sirve para anular aquéllos. Una estupidez
no se puede dominar si no es con otra. Era para el hombre cuestión de honor triunfar del espacio y el tiempo cósmicos, que
carecen por completo de sentido, y no hay razón para extrañarse de que nos produzca un pueril placer hacer funcionar la vacía
velocidad, con la cual matamos espacio y yugulamos tiempo. Al anularlos, los vivificamos, hacemos posible su aprovechamiento
vital, podemos estar en más sitios que antes, gozar de más idas y más venidas, consumir en menos tiempo vital más tiempo cósmico. Pero, en definitiva, el crecimiento
sustantivo del mundo no consiste en sus mayores dimensiones, sino en que incluya más cosas. Cada cosa -tómese la palabra en
su más amplio sentido- es algo que se puede desear, intentar, hacer, deshacer, encontrar, gozar o repeler; nombres todos que
significan actividades vitales. Tómese una cualquiera de nuestras
actividades; por ejemplo, comprar. Imagínense dos hombres, uno del presente y otro del siglo XVIII, que posean fortuna igual,
proporcionalmente al valor del dinero en ambas épocas, y compárese el repertorio de cosas en venta que se ofrece a uno y a
otro. La diferencia es casi fabulosa. La cantidad de posibilidades que se abren ante el comprador actual llega a ser prácticamente
ilimitada. No es fácil imaginar con el deseo un objeto que no exista en el mercado, y viceversa: no es posible que un hombre
imagine y desee cuanto se halla a la venta. Se me dirá que, con fortuna proporcionalmente igual, el hombre de hoy no podrá
comprar más cosas que el del siglo XVIII. El hecho es falso. Hoy se pueden comprar muchas más, porque la industria ha abaratado
casi todos los artículos. Pero a la postre no me importaría que el hecho fuese cierto; antes bien, subrayaría más lo que intento
decir. La actividad de comprar concluye en
decidirse por un objeto; pero, por lo mismo, es antes una elección, y la elección comienza por darse cuenta de las posibilidades
que ofrece el mercado. De donde resulta que la vida, en su modo «comprar», consiste primeramente en vivir las posibilidades
de compra como tales. Cuando se habla de nuestra vida, suele olvidarse esto, que me parece esencialísimo: nuestra vida es,
en todo instante y antes que nada, conciencia de lo que nos es posible. Si en cada momento no tuviéramos delante más que una
sola posibilidad, carecería de sentido llamarla así. Sería más bien pura necesidad. Pero ahí está: este extrañísimo hecho
de nuestra vida posee la condición radical de que siempre encuentra ante sí varias salidas, que por ser varias adquieren el
carácter de posibilidades entre las que hemos de decidir. Tanto vale decir que vivimos como decir que nos encontramos en un
ambiente de posibilidades determinadas. A este ámbito suele llamarse «las circunstancias». Toda vida es hallarse dentro de
la «circunstancia» o mundo. Porque este es el sentido originario de la idea «mundo». Mundo es el repertorio de nuestras posibilidades
vitales. No es, pues, algo aparte y ajeno a nuestra vida, sino que es su auténtica periferia. Representa lo que podemos ser;
por lo tanto, nuestra potencialidad vital. Ésta tiene que concretarse para realizarse, o, dicho de otra manera, llegamos a
ser sólo una parte mínima de lo que podemos ser. De aquí que nos parezca el mundo una cosa tan enorme, y nosotros, dentro
de él, una cosa tan menuda. El mundo o nuestra vida posible es siempre más que nuestro destino o vida efectiva. Pero ahora me importa sólo hacer notar
cómo ha crecido la vida del hombre en la dimensión de potencialidad. Cuenta con un ámbito de posibilidades fabulosamente mayor
que nunca. En el orden intelectual, encuentra más caminos de posible ideación, más problemas, más datos, más ciencias, más
puntos de vista. Mientras los oficios o carreras en la vida primitiva se numeran casi con los dedos de una mano -pastor, cazador,
guerrero, mago-, el programa de menesteres posibles hoy es superlativamente grande. En los placeres acontece cosa parecida,
si bien -y el fenómeno tiene más gravedad de lo que se supone- no es un elenco tan exuberante como en las demás haces de la
vida. Sin embargo, para el hombre de vida media que habita las urbes -y las urbes son la representación de la existencia actual-,
las posibilidades de gozar han aumentado, en lo que va de siglo, de una manera fantástica. Mas el crecimiento de la potencialidad
vital no se reduce a lo dicho hasta aquí. Ha aumentado también en un sentido más inmediato y misterioso. Es un hecho constante
y notorio que en el esfuerzo físico y deportivo se cumplen hoy performances que superan enormemente a cuantas se conocen del
pasado. No basta con admirar cada una de ellas y reconocer el récord que baten, sino advertir la impresión que su frecuencia
deja en el ánimo, convenciéndonos de que el organismo humano posee en nuestros tiempos capacidades superiores a las que nunca
ha tenido. Porque cosa similar acontece en la ciencia. En un par de lustros, no más, ha ensanchado ésta inverosímilmente su
horizonte cósmico. La física de Einstein se mueve en espacios tan vastos, que la antigua física de Newton ocupa en ellos sólo
una buhardilla. Y este crecimiento extensivo se debe a un crecimiento intensivo en la previsión científica. La física de Einstein
está hecha atendiendo a las mínimas diferencias que antes se despreciaban y no entraban en cuenta por parecer sin importancia.
El átomo, en fin, límite ayer del mundo, resulta que hoy se ha hinchado hasta convertirse en todo un sistema planetario. Y
en todo esto no me refiero a lo que pueda significar como perfección de la cultura -eso no me interesa ahora-, sino al crecimiento
de las potencias subjetivas que todo eso supone. No subrayo que la física de Einstein sea más exacta que la de Newton, sino
que el hombre Einstein sea capaz de mayor exactitud y libertad de espíritu que el hombre Newton; lo mismo que el campeón de
boxeo da hoy puñetazos de calibre mayor que se han dado nunca. Como el cinematógrafo y la ilustración
ponen ante los ojos del hombre medio los lugares más remotos del planeta, los periódicos y las conversaciones le hacen llegar
la noticia de estas performances intelectuales, que los aparatos técnicos recién inventados confirman desde los escaparates.
Todo ello decanta en su mente la impresión de fabulosa prepotencia. No quiero decir con lo dicho que la
vida humana sea hoy mejor que en otros tiempos. No he hablado de la cualidad de la vida presente, sino sólo de su crecimiento,
de su avance cuantitativo o potencial. Creo con ello describir vigorosamente la conciencia del hombre actual, su tono vital,
que consiste en sentirse con mayor potencialidad que nunca y parecerle todo lo pretérito afectado de enanismo. Era necesaria esta descripción para
obviar las lucubraciones sobre decadencia, y en especial sobre decadencia occidental, que han pululado en el aire del último
decenio. Recuérdese el razonamiento que yo hacía, y que me parece tan sencillo como evidente. No vale hablar de decadencia
sin precisar qué es lo que decae. ¿Se refiere el pesimista vocablo a la cultura? ¿Hay una decadencia de la cultura europea?
¿Hay más bien sólo una decadencia de las organizaciones nacionales europeas? Supongamos que si. ¿Bastaría eso para hablar
de la decadencia occidental? En modo alguno. Porque son esas decadencias menguas parciales, relativas a elementos secundarios
de la historia -cultura y naciones-. Sólo hay una decadencia absoluta: la que consiste en una vitalidad menguante; y ésta
sólo existe cuando se siente. Por esta razón me he detenido a considerar un fenómeno que suele desatenderse: la conciencia
o sensación de que toda época tiene de su altitud vital. Esto nos llevó a hablar de la «plenitud»
que han sentido algunos siglos frente a otros que, inversamente, se veían a sí mismos como decaídos de mayores alturas, de
antiguas y relumbrantes edades de oro. Y concluía yo haciendo notar el hecho evidentísimo de que nuestro tiempo se caracteriza
por una extraña presunción de ser más que todo otro tiempo pasado; más aún: por desentenderse de todo pretérito, no reconocer
épocas clásicas y normativas, sino verso a sí mismo como una vida nueva superior a todas las antiguas e irreductible a ellas. Dudo de que sin afianzarse bien en
esta advertencia se pueda entender a nuestro tiempo. Porque éste es precisamente su problema. Si se sintiese decaído, vería
otras épocas como superiores a él, y esto sería una y misma cosa con estimarlas y admirarlas y venerar los principios que
las informaron. Nuestro tiempo tendría ideales claros y firmes, aunque fuese incapaz de realizarlos. Pero la verdad es estrictamente
lo contrario: vivimos en un tiempo que se siente fabulosamente capaz para realizar, pero no sabe qué realizar. Domina todas
las cosas, pero no es dueño de sí mismo. Se siente perdido en su propia abundancia. Con más medios, más saber, más técnicas
que nunca, resulta que el mundo actual va como el más desdichado que haya habido: puramente a la deriva. De aquí esa extraña dualidad de prepotencia
e inseguridad que anida en el alma contemporánea. Le pasa como se decía del Regente durante la niñez de Luis XV: que tenía
todos los talentos, menos el talento para usar de ellos. Muchas cosas parecían ya imposibles al siglo XIX, firme en su fe
progresista. Hoy, de puro parecernos todo posible, presentimos que es posible también lo peor: el retroceso, la barbarie,
la decadencia. Por sí mismo no sería esto un mal síntoma: significaría que volvemos a tomar contacto con la inseguridad esencial
a todo vivir, con la inquietud, a un tiempo dolorosa Y deliciosa, que va encerrada en cada minuto si sabemos vivirlo hasta
su centro, hasta su pequeña víscera palpitante y cruenta. De ordinario rehuimos palpar esa pulsación pavorosa que hace de
cada instante sincero un menudo corazón transeúnte; nos esforzamos por cobrar seguridad e insensibilizarnos para el dramatismo
radical de nuestro destino, vertiendo sobre él la costumbre, el uso, el tópico -todos los cloroformos-. Es, pues, benéfico
que por primera vez después de casi tres siglos nos sorprendamos con la conciencia de no saber lo que va a pasar mañana.
|
||||