www.centrojuandemariana.tk La rebelión de las masas
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VI COMIENZA LA DISECCIÓN DEL HOMBRE-MASA ¿Cómo es este hombre-masa que domina hoy la vida publica? -la política y la
no política-. ¿Por qué es como es?; quiero decir, ¿cómo se ha producido? Conviene responder conjuntamente a ambas cuestiones, porque se prestan mutuo
esclarecimiento. El hombre que ahora intenta ponerse al frente de la existencia europea es muy distinto del que dirigió al
siglo XIX, pero fue producido y preparado en el siglo XIX. Cualquiera mente perspicaz de 1820, de 1850, de 1880, pudo, por
un sencillo razonamiento a priori, prever la gravedad de la situación histórica actual. Y, en efecto, nada nuevo acontece
que no haya sido previsto cien años hace. «¡Las masas avanzan!», decía, apocalíptico, Hegel. «Sin un nuevo poder espiritual,
nuestra época, que es una época revolucionaria, producirá una catástrofe», anunciaba Augusto Comte. «¡Veo subir la pleamar
del nihilismo!», gritaba desde un risco de la Engadina el mostachudo Nietzsche. Es falso decir que la historia no es previsible.
Innumerables veces ha sido profetizada. Si el porvenir no ofreciese un flanco a la profecía, no podría tampoco comprendérsele
cuando luego se cumple y se hace pasado. La idea de que el historiador es un profeta del revés, resume toda la filosofía de
la historia. Ciertamente que sólo cabe anticipar la estructura general del futuro; pero eso mismo es lo único que en verdad
comprendemos del pretérito o del presente. Por eso, si quiere usted ver bien su época, mírela usted desde lejos. ¿A qué distancia?
Muy sencillo: a la distancia justa que le impida ver la nariz de Cleopatra. ¿Qué aspecto ofrece la vida de ese hombre multitudinario, que con progresiva
abundancia va engendrando el siglo XIX? Por lo pronto, un aspecto de omnímoda facilidad material. Nunca ha podido el hombre
medio resolver con tanta holgura su problema económico. Mientras en proporción menguaban las grandes fortunas y se hacía más
dura la existencia del obrero industrial, el hombre medio de cualquier clase social encontraba cada día más franco su horizonte
económico. Cada día agregaba un nuevo lujo al repertorio de su estándar vital. Cada día su posición era más segura y más independiente
del arbitrio ajeno. Lo que antes se hubiera considerado como un beneficio de la suerte, que inspiraba humilde gratitud hacia
el destino, se convirtió en un derecho que no se agradece, sino que se exige. Desde 1900 comienza también el obrero a ampliar y asegurar su vida. Sin embargo,
tiene que luchar para conseguirlo. No se encuentra, como el hombre medio, con un bienestar puesto ante él solícitamente por
una sociedad y un Estado que son un portento de organización. A esta facilidad y seguridad económica añádanse las físicas: el confort y el
orden público. La vida va sobre cómodos carriles, y no hay verosimilitud de que intervenga en ella nada violento y peligroso. Situación de tal modo abierta y franca tenía por fuerza que decantar en el
estrato más profundo de esas almas medias una impresión vital, que podía expresarse con el giro, tan gracioso y agudo, de
nuestro viejo pueblo: «ancha es Castilla». Es decir, que en todos esos órdenes elementales y decisivos, la vida se presentó
al hombre nuevo exenta de impedimentos. La comprensión de este hecho y su importancia surgen automáticamente cuando se recuerda
que esa franquía vital faltó por completo a los hombres vulgares del pasado. Fue, por el contrario, para ellos la vida un
destino premioso -en lo económico y en lo físico-. Sintieron el vivir a nativitate como un cúmulo de impedimentos que era
forzoso soportar, sin que cupiera otra solución que adaptarse a ellos, alojarse en la angostura que dejaban. Pero es aún más clara la contraposición de situaciones si de lo material pasamos
a lo civil y moral. El hombre medio, desde la segunda mitad del siglo XIX, no halla ante sí barreras sociales ningunas. Es
decir, tampoco en las formas de la vida pública se encuentra al nacer con trabas y limitaciones. Nada le obliga a contener
su vida. También aquí «ancha es Castilla». No existen los «estados» ni las «castas». No hay nadie civilmente privilegiado.
El hombre medio aprende que todos los hombres son legalmente iguales. Jamás en toda la historia había sido puesto el hombre en una circunstancia
o contorno vital que se pareciera ni de lejos al que esas condiciones determinan. Se trata, en efecto, de una innovación radical
en el destino humano, que es implantada por el siglo XIX. Se crea un nuevo escenario para la existencia del hombre, nuevo
en lo físico y en lo social. Tres principios han hecho posible ese nuevo mundo: la democracia liberal, la experimentación
científica y el industrialismo. Los dos últimos pueden resumirse en uno: la técnica. Ninguno de esos principios fue inventado
por el siglo XIX, sino que proceden de las dos centurias anteriores. El honor del siglo XIX no estriba en su invención, sino
en su implantación. Nadie desconoce esto. Pero no basta con el reconocimiento abstracto, sino que es preciso hacerse cargo
de sus inexorables consecuencias. El siglo XIX fue esencialmente revolucionario. Lo que tuvo de tal no ha de
buscarse en el espectáculo de sus barricadas, que, sin más, no constituyen una revolución, sino en que colocó al hombre medio
-a la gran masa social- en condiciones de vida radicalmente opuestas a las que siempre le habían rodeado. Volvió del revés
la existencia pública. La revolución no es la sublevación contra el orden preexistente, sino la implantación de un nuevo orden
que tergiversa el tradicional. Por eso no hay exageración alguna en decir que el hombre engendrado por el siglo XIX es, para
los efectos de la vida pública, un hombre aparte de todos los demás hombres. El del siglo XVIII se diferencia, claro está,
del dominante en el XVII, y éste del que caracteriza al XVI, pero todos ellos resultan parientes, similares y aun idénticos
en lo esencial si se confronta con ellos este hombre nuevo. Para el «vulgo» de todas las épocas, «vida» había significado
ante todo limitación, obligación, dependencia; en una palabra, presión. Si se quiere, dígase opresión, con tal que no se entienda
por ésta sólo la jurídica y social, olvidando la cósmica. Porque esta última es la que no ha faltado nunca hasta hace cien
años, fecha en que comienza la expansión de la técnica científica -física y administrativa-, prácticamente ilimitada. Antes,
aun para el rico y poderoso, el mundo era un ámbito de pobreza, dificultad y peligro. El mundo que desde el nacimiento rodea al hombre nuevo no le mueve a limitarse
en ningún sentido, no le presenta veto ni contención alguna, sino que, al contrario, hostiga sus apetitos, que, en principio,
pueden crecer indefinidamente. Pues acontece -y esto es muy importante- que ese mundo del siglo XIX y comienzos del XX no
sólo tiene las perfecciones y amplitudes que de hecho posee, sino que además sugiere a sus habitantes una seguridad radical
en que mañana será aún más rico, más perfecto y más amplio, como si gozase de un espontáneo e inagotable crecimiento. Todavía
hoy, a pesar de algunos signos que inician una pequeña brecha en esa fe rotunda, todavía hoy muy pocos hombres dudan de que
los automóviles serán dentro de cinco años más confortables y más baratos que los del día. Se cree en esto lo mismo que en
la próxima salida del sol. El símil es formal. Porque, en efecto, el hombre vulgar, al encontrarse con ese mundo técnica y
socialmente tan perfecto, cree que lo ha producido la naturaleza, y no piensa nunca en los esfuerzos geniales de individuos
excelentes que supone su creación. Menos todavía admitirá la idea de que todas estas facilidades siguen apoyándose en ciertas
difíciles virtudes de los hombres, el menor fallo de los cuales volatilizaría rápidamente la magnífica construcción. Esto nos lleva a apuntar en el diagrama psicológico del hombre-masa actual
dos primeros rasgos: la libre expansión de sus deseos vitales -por lo tanto, de su persona y la radical ingratitud hacia cuanto
ha hecho posible la facilidad de su existencia. Uno y otro rasgo componen la conocida psicología del niño mimado. Y en efecto,
no erraría quien utilice ésta como una cuadrícula para mirar a su través el alma de las masas actuales. Heredero de un pasado
larguísimo y genial -genial de inspiraciones y de esfuerzos-, el nuevo vulgo ha sido mimado por el mundo en torno. Mimar es
no limitar los deseos, dar la impresión a un ser de que todo le está permitido y a nada está obligado. La criatura sometida
a este régimen no tiene la experiencia de sus propios confines. A fuerza de evitarle toda presión en derredor, todo choque
con otros seres, llega a creer efectivamente que sólo él existe, y se acostumbra a no contar con los demás, sobre todo a no
contar con nadie como superior a él. Esta sensación de la superioridad ajena sólo podía proporcionársela quien, más fuerte
que él, le hubiese obligado a renunciar a un deseo, a reducirse, a contenerse. Así habría aprendido esta esencial disciplina:
«Ahí concluyo yo y empieza otro que puede más que yo. En el mundo, por lo visto, hay dos: yo y otro superior a mí.» Al hombre
medio de otras épocas le enseñaba cotidianamente su mundo esta elemental sabiduría, porque era un mundo tan toscamente organizado,
que las catástrofes eran frecuentes y no había en él nada seguro, abundante ni estable. Pero las nuevas masas se encuentran
con un paisaje lleno de posibilidades y, además, seguro, y todo ello presto, a su disposición, sin depender de su previo esfuerzo,
como hallamos el sol en lo alto sin que nosotros lo hayamos subido al hombro. Ningún ser humano agradece a otro el aire que
respira, porque el aire no ha sido fabricado por nadie: pertenece al conjunto de lo que «está ahí», de lo que decimos «es
natural», porque no falta. Estas masas mimadas son lo bastante poco inteligentes para creer que esa organización material
y social, puesta a su disposición como el aire, es de su mismo origen, ya que tampoco falla, al parecer, y es casi tan perfecta
como la natural. Mi tesis es, pues, esta: la perfección misma con que el siglo XIX ha dado una organización a ciertos órdenes
de la vida, es origen de que las masas beneficiarias no la consideren como organización, sino como naturaleza. Así se explica
y define el absurdo estado de ánimo que esas masas revelan: no les preocupa más que su bienestar, y, al mismo tiempo, son
insolidarias de las causas de ese bienestar. Como no ven en las ventajas de la civilización un invento y construcción prodigiosos,
que sólo con grandes esfuerzos y cautelas se pueden sostener, creen que su papel se reduce a exigirlas perentoriamente, cual
si fuesen derechos nativos. En los motines que la escasez provoca suelen las masas populares buscar pan, y el medio que emplean
suele ser destruir las panaderías. Esto puede servir como símbolo del comportamiento que, en más vastas y sutiles proporciones,
usan las masas actuales frente a la civilización que las nutre.
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