www.centrojuandemariana.tk La rebelión de las masas
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VIII POR QUÉ LAS MASAS INTERVIENEN EN TODO, Y POR QUÉ SÓLO INTERVIENEN
VIOLENTAMENTE Quedamos en que ha acontecido algo sobremanera paradójico, pero que en verdad
era naturalísimo: de puro mostrarse abiertos mundo y vida al hombre mediocre, se le ha cerrado a éste el alma. Pues bien:
yo sostengo que en esa obliteración de las almas medias consiste la rebeldía de las masas, en que a su vez consiste el gigantesco
problema planteado hoy a la humanidad. Ya sé que muchos de los que me leen no piensan lo mismo que yo. También esto
es naturalísimo y confirma el teorema. Pues aunque resulte en definitiva errónea mi opinión, siempre quedaría el hecho de
que muchos de esos lectores discrepantes no han pensado cinco minutos sobre tan compleja materia. ¿Cómo van a pensar lo mismo
que yo? Pero al creerse con derecho a tener una opinión sobre el asunto sin previo esfuerzo para forjársela, manifiestan su
ejemplar pertenencia al modo absurdo de ser hombre que he llamado «masa rebelde». Eso es precisamente tener obliterada, hermética,
el alma. En este caso se trataría de hermetismo intelectual. La persona se encuentra con un repertorio de ideas dentro de
sí. Decide contentarse con ellas y considerarse intelectualmente completa. Al no echar de menos nada fuera de sí, se instala
definitivamente en aquel repertorio. He ahí el mecanismo de la obliteración. El hombre-masa se siente perfecto. Un hombre de selección, para sentirse perfecto,
necesita ser especialmente vanidoso, y la creencia en su perfección no está consustancialmente unida a él, no es ingenua,
sino que llega de su vanidad, y aun para él mismo tiene un carácter ficticio, imaginario y problemático. Por eso el vanidoso
necesita de los demás, busca en ellos la confirmación de la idea que quiere tener de sí mismo. De suerte que ni aun en este
caso morboso, ni aun «cegado» por la vanidad, consigue el hombre noble sentirse de verdad completo. En cambio, al hombre mediocre
de nuestros días, al nuevo Adán, no se le ocurre dudar de su propia plenitud. Su confianza en sí es, como de Adán, paradisíaca.
El hermetismo nato de su alma le impide lo que sería condición previa para descubrir su insuficiencia: compararse con otros
seres. Compararse sería salir un rato de sí mismo y trasladarse al prójimo. Pero el alma mediocre es incapaz de transmigraciones
-deporte supremo. Nos encontramos, pues, con la misma diferencia que eternamente existe entre
el tonto y el perspicaz. Éste se sorprende a sí mismo siempre a dos dedos de ser tonto; por ello hace un esfuerzo para escapar
a la inminente tontería, y en ese esfuerzo consiste la inteligencia. El tonto, en cambio, no se sospecha a sí mismo: se parece
discretísimo, y de ahí la envidiable tranquilidad con que el necio se asienta e instala en su propia torpeza Como esos insectos
que no hay manera de extraer fuera del orificio en que habitan, no hay modo de desalojar al tonto de su tontería, llevarle
de paseo un rato más allá de su ceguera y obligarle a que contraste su torpe visión habitual con otros modos de ver más sutiles.
El tonto es vitalicio y sin poros. Por eso decía Anatole France que un necio es mucho más funesto que un malvado. Porque el
malvado descansa algunas veces; el necio, jamás. No se trata de que el hombre-masa sea tonto. Por el contrario, el actual es
más listo, tiene más capacidad intelectiva que el de ninguna otra época. Pero esa capacidad no le sirve de nada; en rigor,
la vaga sensación de poseerla le sirve sólo para cerrarse más en si y no usarla. De una vez para siempre consagra el surtidor
de tópicos, prejuicios, cabos de ideas o, simplemente, vocablos hueros que el azar ha amontonado en su interior, y con una
audacia que sólo por la ingenuidad se explica, los impondrá dondequiera. Esto es lo que en el primer capítulo enunciaba yo
como característico en nuestra época: no que el vulgar crea que es sobresaliente y no vulgar, sino que el vulgar proclame
e imponga el derecho de la vulgaridad o la vulgaridad como un derecho. El imperio que sobre la vida pública ejerce hoy la vulgaridad intelectual es
acaso el factor de la presente situación más nuevo, menos asimilable a nada del pretérito. Por lo menos en la historia europea
hasta la fecha, nunca el vulgo había creído tener «ideas» sobre las cosas. Tenía creencias, tradiciones, experiencias, proverbios,
hábitos mentales, pero no se imaginaba en posesión de opiniones teóricas sobre lo que las cosas son o deben ser -por ejemplo,
sobre política o sobre literatura-. Le parecía bien o mal lo que el político proyectaba y hacia; aportaba o retiraba su adhesión,
pero su actitud se reducía a repercutir, positiva o negativamente, la acción creadora de otros. Nunca se le ocurrió oponer
a las «ideas» del político otras suyas; ni siquiera juzgar las «ideas» del político desde el tribunal de otras «ideas» que
creía poseer. Lo mismo en arte y en los demás órdenes de la vida pública. Una innata conciencia de su limitación, de no estar
calificado para teorizar, se lo vedaba completamente. La consecuencia automática de esto era que el vulgo no pensaba, ni de
lejos, decidir en casi ninguna de las actividades públicas, que en su mayor parte son de índole teórica. Hoy, en cambio, el hombre medio tiene las «ideas» más taxativas sobre cuanto
acontece y debe acontecer en el universo. Por eso ha perdido el uso de la audición. ¿Para qué oír, si ya tiene dentro cuanto
falta? Ya no es sazón de escuchar, sino, al contrario, de juzgar, de sentenciar, de decidir. No hay cuestión de vida pública
donde no intervenga, ciego y sordo como es, imponiendo sus «opiniones». Pero ¿no es esto una ventaja? ¿No representa una progreso enorme que las masas
tengan «ideas», es decir, que sean cultas? En manera alguna. Las «ideas» de este hombre medio no son auténticamente ideas,
ni su posesión es cultura. La idea es un jaque a la verdad. Quien quiera tener ideas necesita antes disponerse a querer la
verdad y aceptar las reglas de juego que ella imponga. No vale hablar de ideas u opiniones donde no se admite una instancia
que las regula, una serie de normas a que en la discusión cabe apelar. Estas normas son los principios de la cultura. No me
importa cuáles. Lo que digo es que no hay cultura donde no hay normas a que nuestros prójimos puedan recurrir. No hay cultura
donde no hay principios de legalidad civil a que apelar. No hay cultura donde no hay acatamiento de ciertas últimas posiciones
intelectuales a que referirse en la disputa. No hay cultura cuando no preside a las relaciones económicas un régimen de tráfico
bajo el cual ampararse. No hay cultura donde las polémicas estéticas no reconocen la necesidad de justificar la obra de arte. Cuando faltan todas esas cosas, no hay cultura; hay, en el sentido más estricto
de la palabra, barbarie. Y esto es, no nos hagamos ilusiones, lo que empieza a haber en Europa bajo la progresiva rebelión
de las masas. El viajero que llega a un país bárbaro sabe que en aquel territorio no rigen principios a que quepa recurrir.
No hay normas bárbaras propiamente. La barbarie es ausencia de normas y de posible apelación. El más y el menos de cultura se mide por la mayor o menor precisión de las
normas. Donde hay poca, regulan éstas la vida sólo grosso modo; donde hay mucha, penetran hasta el detalle en el ejercicio
de todas las actividades. La escasez de la cultura intelectual española, esto es, del cultivo o ejercicio disciplinado del
intelecto, se manifiesta no en que se sepa más o menos, sino en la habitual falta de cautela y cuidados para ajustarse a la
verdad que suelen mostrar los que hablan y escriben. No, pues, en que se acierte o no -la verdad no está en nuestra mano-,
sino en la falta de escrúpulo que lleva a no cumplir los requisitos elementales para acertar. Seguimos siendo el eterno cura
de aldea que rebate triunfante al maniqueo, sin haberse ocupado antes de averiguar lo que piensa el maniqueo. Cualquiera puede darse cuenta de que en Europa, desde hace años, han empezado
a pasar «cosas raras». Por dar algún ejemplo concreto de estas cosas raras, nombraré ciertos movimientos políticos, como el
sindicalismo y el fascismo. No se diga que parecen raros simplemente porque son nuevos. El entusiasmo por la innovación es
de tal modo ingénito en el europeo, que le ha llevado a producir la historia más inquieta de cuantas se conocen. No se atribuya,
pues, lo que estos nuevos hechos tienen de raro a lo que tienen de nuevo, sino a la extrañísima vitola de estas novedades.
Bajo las especies de sindicalismo y fascismo aparece por primera vez en Europa un tipo de hombre que no quiere dar razones
ni quiere tener razón, sino que, sencillamente, se muestra resuelto a imponer sus opiniones. He aquí lo nuevo: el derecho
a no tener razón, la razón de la sinrazón. Yo veo en ello la manifestación más palpable del nuevo modo de ser las masas, por
haberse resuelto a dirigir la sociedad sin capacidad para ello. En su conducta política se revela la estructura del alma nueva
de la manera más cruda y contundente; pero la clave está en el hermetismo intelectual. El hombre medio se encuentra con «ideas»
dentro de sí, pero carece de la función de idear. Ni sospecha siquiera cuál es el elemento utilísimo en que las ideas viven.
Quiere opinar. De aquí que sus «ideas» no sean efectivamente sino apetitos con palabras, como las romanzas musicales. Tener una idea es creer que se poseen las razones de ella, y es, por lo tanto,
creer que exista una razón, un orbe de verdades inteligibles. Idear, opinar, es una misma cosa con apelar a tal instancia,
supeditarse a ella, aceptar su código y su sentencia, creer, por lo tanto, que la forma superior de la convivencia es el diálogo
en que se discuten las razones de nuestras ideas. Pero el hombre-masa se sentiría perdido si aceptase la discusión, e instintivamente
repudia la obligación de acatar esa instancia suprema que se halla fuera de él. Por eso, lo «nuevo» es en Europa «acabar con
las discusiones», y se detesta toda forma de convivencia que por si misma implique acatamiento de normas objetivas, desde
la conversación hasta el Parlamento, pasando por la ciencia. Esto quiere decir que se renuncia a la convivencia de cultura,
que es una convivencia bajo normas, y se retrocede a una convivencia bárbara. Se suprimen todos los trámites normales y se
va directamente a la imposición de lo que se desea. El hermetismo del alma, que, como hemos visto antes, empuja a la masa
para que intervenga en toda la vida pública, la lleva también, inexorablemente, a un procedimiento único de intervención:
la acción directa. El día en que se reconstruya la génesis de nuestro tiempo, se advertirá que
las primeras notas de su peculiar melodía sonaron en aquellos grupos sindicalistas y realistas franceses de hacia 1900, inventores
de la manera y la palabra «acción directa». Perpetuamente el hombre ha acudido a la violencia: unas veces este recurso era
simplemente un crimen, y no nos interesa. Pero otras era la violencia el medio a que recurría el que había agotado antes todos
los demás para defender la razón y la justicia que creía tener. Será muy lamentable que la condición humana lleve una y otra
vez a esta forma de violencia, pero es innegable que ella significa el mayor homenaje a la razón y la justicia. Como que no
es tal violencia otra cosa que la razón exasperada. La fuerza era, en efecto, la ultima ratio. Un poco estúpidamente ha solido
entenderse con ironía esta expresión, que declara muy bien el previo rendimiento de la fuerza a las normas racionales. La
civilización no es otra cosa que el ensayo de reducir la fuerza a ultima ratio Ahora empezamos a ver esto con sobrada claridad,
porque la «acción directa» consiste en invertir el orden y proclamar la violencia como prima ratio, en rigor, como única razón.
Es ella la norma que propone la anulación de toda norma, que suprime todo intermedio entre nuestro propósito y su imposición.
Es la Carta Magna de la barbarie. Conviene recordar que en todo tiempo, cuando la masa, por uno u otro motivo,
ha actuado en la vida pública, lo ha hecho en forma de «acción directa». Fue, pues, siempre el modo de operar natural a las
masas. Y corrobora enérgicamente la tesis de este ensayo el hecho patente de que ahora, cuando la intervención directa de
las masas en la vida pública ha pasado de casual e infrecuente a ser lo normal, aparezca la «acción directa» ofícialmente
como norma reconocida. Toda la convivencia humana va cayendo bajo este nuevo régimen en que se suprimen
las instancias indirectas. En el trato social se suprime la «buena educación». La literatura como «acción directa» se constituye
en el insulto. Las relaciones sexuales reducen sus trámites. ¡Trámites, normas, cortesía, usos intermediarios, justicia, razón! ¿De qué
vino inventar todo esto, crear tanta complicación? Todo ello se resume en la palabra civilización, que, al través de la idea
de civis, el ciudadano, descubre su propio origen. Se trata con todo ello de hacer posible la ciudad, la comunidad, la convivencia.
Por eso, si miramos por dentro cada uno de esos trebejos de la civilización que acabo de enumerar, hallaremos una misma entraña
en todos. Todos, en efecto, suponen el deseo radical y progresivo de contar cada persona con las demás. Civilización es, antes
que nada, voluntad de convivencia. Se es incivil y bárbaro en la medida en que no se cuente con los demás. La barbarie es
tendencia a la disociación. Y así todas las épocas bárbaras han sido tiempos de desparramamiento humano, polulación de mínimos
grupos separados y hostiles. La forma que en política ha representado la más alta voluntad de convivencia
es la democracia liberal. Ella lleva al extreme la resolución de contar con el prójimo y es prototipo de la «acción indirecta».
El liberalismo es el principio de derecho político según el cual el poder público, no obstante ser omnipotente, se limita
a sí mismo y procura, aun a su costa, dejar hueco en el Estado que él impera para que puedan vivir los que ni piensan ni sienten
como él, es decir, como los más fuertes, como la mayoría. El liberalismo -conviene hoy recordar esto- es la suprema generosidad:
es el derecho que la mayoría otorga a la minoría y es, por lo tanto, el más noble grito que ha sonado en el planeta. Proclama
la decisión de convivir con el enemigo: más aún, con el enemigo débil. Era inverosímil que la especie humana hubiese llegado
a una cosa tan bonita, tan paradójica, tan elegante, tan acrobática, tan antinatural. Por eso, no debe sorprender que prontamente
parezca esa misma especie resuelta a abandonarla. Es un ejercicio demasiado difícil y complicado para que se consolide en
la tierra. ¡Convivir con el enemigo! ¡Gobernar con la oposición! ¿No empieza a ser ya
incomprensible semejante ternura? Nada acusa con mayor claridad la fisonomía del presente como el hecho de que vayan siendo
tan pocos los países donde existe la oposición. En casi todos una masa homogénea pesa sobre el poder público y aplasta, aniquila
todo grupo opositor. La masa -¿quién lo diría al ver su aspecto compacto y multitudinario?- no desea la convivencia con lo
que no es ella. Odia a muerte lo que no es ella.
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