www.centrojuandemariana.tk La rebelión de las masas
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XII LA BARBARIE DEL «ESPECIALISMO» La tesis era que la civilización del
siglo XIX ha producido automáticamente el hombre-masa. Conviene no cerrar su exposición general sin analizar, en un caso particular,
la mecánica de esa producción. De esta suerte, al concretarse, la tesis gana en fuerza persuasiva. Esta civilización del siglo XIX, decía
yo, puede resumirse en dos grandes dimensiones: democracia liberal y técnica. Tomemos ahora sólo la última. La técnica contemporánea
nace de la copulación entre el capitalismo y la ciencia experimental. No toda técnica es científica. El que fabricó las hachas
de sílex, en el período chelense, carecía de ciencia y, sin embargo, creó una técnica. La China Llegó a un alto grado de tecnicismo
sin sospechar lo más mínimo la existencia de la física. Sólo la técnica moderna de Europa tiene una raíz científica, y de
esa raíz le viene su carácter específico, la posibilidad de un ilimitado progreso. Las demás técnicas -mesopotámica, nilota,
grieta, romana, oriental- se estiran hasta un punto de desarrollo que no pueden sobrepasar, y apenas lo tocan comienzan a
retroceder en lamentable involución. Esta maravillosa técnica occidental
ha hecho posible la maravillosa proliferación de la casta europea. Recuérdese el dato de que tomó su vuelo este ensayo y que,
como dije, encierra germinalmente todas estas meditaciones. Del siglo v a 1800, Europa no consigue tener una población mayor
de 180 millones. De 1800 a 1914 asciende a más de 460 millones. El brinco es único en la historia humana. No cabe dudar de
que la técnica -junto con la democracia liberal- ha engendrado al hombre-masa en el sentido cuantitativo de esta expresión.
Pero estas páginas han intentado mostrar que también es responsable de la existencia del hombre-masa en el sentido cualitativo
y peyorativo del término. Por «masa» -prevenía yo al principio-
no se entiende especialmente al obrero; no designa aquí una clase social, sino una clase o modo de ser hombre que se da hoy
en todas las clases sociales, que por lo mismo representa a nuestro tiempo, sobre el cual predomina e impera. Ahora vamos
a ver esto con sobrada evidencia. ¿Quién ejerce hoy el poder social?
¿quién impone la estructura de su espíritu en la época? Sin duda, la burguesía. ¿Quién, dentro de esa burguesía, es
considerado como el grupo superior, como la aristocracia del presente? Sin duda, el técnico: ingeniero, médico, financiero,
profesor, etcétera, etc. ¿Quién, dentro del grupo técnico, lo representa con mayor altitud y pureza? Sin duda, el hombre de
ciencia. Si un personaje astral visitase a Europa, y con ánimo de juzgarla, le preguntase por qué tipo de hombre, entre los
que la habitan, prefería ser juzgada, no hay duda de que Europa señalaría, complacida y segura de una sentencia favorable,
a sus hombres de ciencia. Claro que el personaje astral no preguntaría por individuos excepcionales, sino que buscaría la
regla, el tipo genérico «hombre ciencia», cima de la humanidad europea. Pues bien: resulta que el hombre de
ciencia actual es el prototipo del hombre-masa. Y no por casualidad, ni por defecto unipersonal de cada hombre de ciencia,
sino porque la ciencia misma -raíz de la civilización- lo convierte automáticamente en hombre-masa; es decir, hace de él un
primitivo, un bárbaro moderno. La cosa es harto sabida: innumerables
veces se ha hecho constar; pero sólo articulada en el organismo de este ensayo adquiere la plenitud de su sentido y la evidencia
de su gravedad. La ciencia experimental se inicia
al finalizar el siglo XVI (Galileo), logra constituirse a fines del siglo XVII (Newton) y empieza a desarrollarse a mediados
del XVIII. El desarrollo de algo es cosa distinta de su constitución y está sometido a condiciones diferentes. Así, la constitución
de la física, nombre colectivo de la ciencia experimental, obligó a un esfuerzo de unificación. Tal fue la obra de Newton
y demás hombres de su tiempo. Pero el desarrollo de la física inició una faena de carácter opuesto a la unificación. Para
progresar, la ciencia necesitaba que los hombres de ciencia se especializasen. Los hombres de ciencia, no ella misma. La ciencia
no es especialista. Ipso facto dejaría de ser verdadera. Ni siquiera la ciencia empírica, tomada en su integridad, es verdadera
si se la separa de la matemática, de la lógica, de la filosofía. Pero el trabajo en ella sí tiene -irremisiblemente- que ser
especializado. Sería de gran interés, y mayor utilidad
que la aparente a primera vista, hacer una historia de las ciencias físicas y biológicas mostrando el proceso de creciente
especialización en la labor de los investigadores. Ella haría ver cómo, generación tras generación, el hombre de ciencia ha
ido constriñéndose, recluyéndose, en un campo de ocupación intelectual cada vez más estrecho. Pero no es esto lo importante
que esa historia nos enseñaría, sino más bien lo inverso: cómo en cada generación el científico, por tener que reducir su
órbita de trabajo, iba progresivamente perdiendo contacto con las demás partes de la ciencia, con una interpretación integral
del universo, que es lo único merecedor de los nombres de ciencia, cultura, civilización europea. La especialización comienza precisamente
en un tiempo que llama hombre civilizado al hombre «enciclopédico». El siglo XIX inicia sus destinos bajo la dirección de
criaturas que viven enciclopédicamente, aunque su producción tenga ya un carácter de especialismo. En la generación subsiguiente,
la ecuación se ha desplazado, y la especialidad empieza a desalojar dentro de cada hombre de ciencia a la cultura integral.
Cuando en 1890 una tercera generación toma el mando intelectual de Europa, nos encontramos con un tipo de científico sin ejemplo
en la historia. Es un hombre que, de todo lo que hay que saber para ser un personaje discreto, conoce sólo una ciencia determinada,
y aun de esa ciencia sólo conoce bien la pequeña porción en que él es active investigador. Llega a proclamar como una virtud
el no enterarse de cuanto quede fuera del angosto paisaje que especialmente cultiva, y llama dilettantismo a la curiosidad
por el conjunto del saber. El caso es que, recluido en la estrechez
de su campo visual, consigue, en efecto, descubrir nuevos hechos y hacer avanzar su ciencia, que él apenas conoce, y con ella
la enciclopedia del pensamiento, que concienzudamente desconoce. ¿Cómo ha sido y es posible cosa semejante? Porque conviene
recalcar la extravagancia de este hecho innegable: la ciencia experimental ha progresado en buena parte merced al trabajo
de hombres fabulosamente mediocres, y aun menos que mediocres. Es decir, que la ciencia moderna, raíz, y símbolo de la civilización
actual, da acogida dentro de sí al hombre intelectualmente medio y le permite operar con buen éxito. La razón de ello está
en lo que es, a la par, ventaja mayor y peligro máximo de la ciencia nueva y de toda civilización que ésta dirige y representa:
la mecanización. Una buena parte de las cosas que hay que hacer en física o en biología es faena mecánica de pensamiento que
puede ser ejecutada por cualquiera, o poco menos. Para los efectos de innumerables investigaciones es posible dividir la ciencia
en pequeños segmentos, encerrarse en uno y desentenderse de los demás. La firmeza y exactitud de los métodos permiten esta
transitoria y práctica desarticulación del saber. Se trabaja con uno de esos métodos como con una máquina, y ni siquiera es
forzoso, para obtener abundantes resultados, poseer ideas rigorosas sobre el sentido y fundamento de ellos. Así, la mayor
parte de los científicos empujan el progreso general de la ciencia encerrados en la celdilla de su laboratorio, como la abeja
en la de su panal o como el pachón de asador en su cajón. Pero esto crea una casta de hombres
sobremanera extraños. El investigador que ha descubierto un nuevo hecho de ]a naturaleza tiene por fuerza que sentir una impresión
de dominio y seguridad en su persona. Con cierta aparente justicia, se considerará como «un hombre que sabe». Y, en efecto,
en él se da un pedazo de algo que junto con otros pedazos no existentes en él constituyen verdaderamente el saber. Esta es
la situación íntima del especialista, que en los primeros años de este siglo ha llegado a su más frenética exageración. El
especialista «sabe» muy bien su mínimo rincón de universo; pero ignora de raíz todo el resto. He aquí un precioso ejemplar de este
extraño hombre nuevo que he intentado, por una y otra de sus vertientes y haces, definir. He dicho que era una configuración
humana sin par en toda la historia. El especialista nos sirve para concretar enérgicamente la especie y hacernos ver todo
el radicalismo de su novedad. Porque antes los hombres podían dividirse, sencillamente, en sabios e ignorantes, en más o menos
sabios y más o menos ignorantes. Pero el especialista no puede ser subsumido bajo ninguna de esas dos categorías. No es sabio,
porque ignora formalmente cuanto no entra en su especialidad; pero tampoco es un ignorante, porque es «un hombre de ciencia»
y conoce muy bien su porciúncula de universo. Habremos de decir que es un sabio-ignorante, cosa sobremanera grave, pues significa
que es un señor el cual se comportará en todas las cuestiones que ignora no como un ignorante, sino con toda la petulancia
de quien en su cuestión especial es un sabio. Y, en efecto, este es el comportamiento
del especialista. En política, en arte, en los usos sociales, en las otras ciencias tomará posiciones de primitivo, de ignorantísimo;
pero las tomará con energía y suficiencia, sin admitir -y esto es lo paradójico- especialistas de esas cosas. Al especializarlo,
la civilización le ha hecho hermético y satisfecho dentro de su limitación; pero esta misma sensación íntima de dominio y
valía le llevará a querer predominar fuera de su especialidad. De donde resulta que aun en este caso, que representa un máximum
de hombre cualificado -especialismo- y, por lo tanto, lo más opuesto al hombre-masa, el resultado es que se comportará sin
cualifícación y como hombre-masa en casi todas las esferas de vida. La advertencia no es vaga. Quienquiera
puede observar la estupidez con que piensan, juzgan y actúan hoy política, en arte, en religión y en los problemas generales
de la vida y el mundo los «hombres de ciencia», y claro es tras ellos, médicos, ingenieros, financieros, profesores, et cétera.
Esa condición de «no escuchar», de no someterse a instancias superiores que reiteradamente he presentado como característica
del hombre-masa, llega al colmo precisamente en estos hombres parcialmente cualificados Ellos simbolizan, y en gran parte
constituyen, el imperio actual de las masas, y su barbarie es la causa inmediata de la desmoralización europea. Por otra parte, significan el más
claro y preciso ejemplo de cómo la civilización del último siglo, abandonada a su propia inclinación, ha producido este rebrote
de primitivismo y barbarie. El resultado más inmediato de este
especialismo no compensado ha sido que hoy, cuando hay mayor número de «hombres de ciencia» que nunca, haya muchos menos hombres
«cultos» que, por ejemplo, hacia 1750. Y lo peor es que con esos pachones del asador científico ni siquiera está asegurado
el progreso intimo de la ciencia. Porque ésta necesita de tiempo en tiempo, como orgánica regulación de su propio incremento,
una labor de reconstitución, y, como he dicho, esto requiere un esfuerzo de unificación, cada vez más difícil, que cada vez
complica regiones mas vastas del saber total. Newton pudo crear su sistema físico sin saber mucha filosofía, pero Einstein
ha necesitado saturarse de Kant y de Mach para poder llegar a su aguda síntesis. Kant y Mach -con estos nombres se simboliza
sólo la masa enorme de pensamientos filosóficos y psicológicos que han influido en Einstein- han servido para liberar la mente
de éste y dejarle la vía franca hacia su innovación. Pero Einstein no es suficiente. La física entra en la crisis más honda
de su historia, y sólo podrá salvarla una nueva enciclopedia más sistemática que la primera. El especialismo, pues, que ha hecho
posible el progreso de la ciencia experimental durante un siglo, se aproxima a una etapa en que no podrá avanzar por sí mismo
si no se encarga una generación mejor de construirle un nuevo asador más provechoso. Pero si el especialista desconoce
la fisiología interna de la ciencia que cultiva, mucho más radicalmente ignora las condiciones históricas de su perduración,
es decir, cómo tienen que estar organizados la sociedad y el corazón del hombre para que pueda seguir habiendo investigadores.
El descenso de vocaciones científicas que en estos años se observa -y a que ya aludí- es un síntoma preocupador para todo
el que tenga una idea clara de lo que es civilización, la idea que suele faltar al típico «hombre de ciencia», cima de nuestra
actual civilización. También él cree que la civilización está ahí, simplemente, como la corteza terrestre y la selva primigenia.
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