www.centrojuandemariana.tk La rebelión de las masas
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XV SE DESEMBOCA
EN LA VERDADERA CUESTIÓN Esta es la cuestión:
Europa se ha quedado sin moral. No es que el hombre-masa menosprecie una anticuada en beneficio de otra emergente, sino que
el centro de su régimen vital consiste precisamente en la aspiración a vivir sin supeditarse a moral ninguna. No creáis una
palabra cuando oigáis a los jóvenes hablar de la «nueva moral». Niego rotundamente que exista hoy en ningún rincón del continente
grupo alguno informado por un nuevo ethos que tenga visos de una moral. Cuando se habla de la «nueva», no se hace sino cometer
una inmoralidad más y buscar el medio más cómodo para meter contrabando. Por esta razón, fuera
una ingenuidad echar en cara al hombre de hoy su falta de moral. La imputación le traería sin cuidado, o, más bien, le halagaría.
El inmoralismo ha llegado a ser de una baratura extrema, y cualquiera alardea de ejercitarlo. Si dejamos a un lado
-como se ha hecho en este ensayo- todos los grupos que significan supervivencias del pasado -los cristianos, los «idealistas»,
los viejos liberales, etc.-, no se hallará entre todos los que representan la época actual uno solo cuya actitud ante la vida
no se reduzca a creer que tiene todos los derechos y ninguna obligación. Es indiferente que se enmascare de reaccionario o
de revolucionario: por activa o por pasiva, al cabo de unas u otras vueltas, su estado de ánimo consistirá decisivamente en
ignorar toda obligación y sentirse, sin que él mismo sospeche por qué, sujeto de ilimitados derechos. Cualquier sustancia que
caiga sobre un alma así dará un mismo resultado, y se convertirá en pretexto para no supeditarse a nada concreto. Si se presenta
como reaccionario o antiliberal, será para poder afirmar que la salvación de la patria, del Estado, da derecho a allanar todas
las otras normas y a machacar al prójimo, sobre todo si el prójimo posee una personalidad valiosa. Pero lo mismo acontece
si le da por ser revolucionario: su aparente entusiasmo por el obrero manual, el miserable y la justicia social le sirve de
disfraz para poder desentenderse de toda obligación -como la cortesía, la veracidad y, sobre todo, el respeto o estimación
de los individuos superiores-. Yo sé de no pocos que han ingresado en uno u otro partido obrerista no más que para conquistar
dentro de sí mismos el derecho a despreciar la inteligencia y ahorrarse las zalemas ante ella. En cuanto a las otras dictaduras,
bien hemos visto cómo halagan al hombre-masa pateando cuanto parecía eminencia. Esta esquividad para
toda obligación explica, en parte, el fenómeno, entre ridículo y escandaloso, de que se haya hecho en nuestros días una plataforma
de la «juventud» como tal. Quizá no ofrezca nuestro tiempo rasgo más grotesco. Las gentes, cómicamente, se declaran «jóvenes»
porque han oído que el joven tiene más derechos que obligaciones, ya que puede demorar el cumplimiento de éstas hasta las
calendas griegas de la madurez. Siempre el joven, como tal, se ha considerado eximido de hacer o haber hecho ya hazañas. Siempre
ha vivido de crédito. Esto se halla en la naturaleza de lo humano. Era como un falso derecho, entre irónico y tierno, que
los no jóvenes concedían a los motes. Pero es estupefaciente que ahora lo tomen éstos como un derecho efectivo, precisamente
para atribuirse todos los demás que pertenecen sólo a quien haya hecho ya algo. Aunque parezca mentira,
ha llegado a hacerse de la juventud un chantaje. En realidad, vivimos un tiempo de chantaje universal que toma dos formas
de mohín complementario: hay el chantaje de la violencia y el chantaje del humorismo. Con uno o con otro se aspira siempre
a lo mismo: que el inferior, que el hombre vulgar, pueda sentirse eximido de toda supeditación. Por eso, no cabe ennoblecer
la crisis presente mostrándola como el conflicto entre dos morales o civilizaciones, la una caduca y la otra en albor. El
hombre-masa carece simplemente de moral, que es siempre, por esencia, sentimiento de sumisión a algo, conciencia de servicio
y obligación. Pero acaso es un error decir «simplemente». Porque no se trata sólo de que este tipo de criatura se desentienda
de la moral. No; no le hagamos tan fácil la faena. De la moral no es posible desentenderse sin más ni más. Lo que con un vocablo
falto hasta de gramática se llama amoralidad es una cosa que no existe. Si usted no quiere supeditarse a ninguna norma, tiene
usted, velis nolis, que supeditarse a la norma de negar toda moral, y esto no es amoral, sino inmoral. Es una moral negativa
que conserva de la otra la forma en hueco. ¿Cómo se ha podido creer
en la amoralidad de la vida? Sin duda, porque toda la cultura y la civilización modernas llevan a ese convencimiento. Ahora
recoge Europa las penosas consecuencias de su conducta espiritual. Se ha embalado sin reservas por la pendiente de una cultura
magnífica, pero sin raíces. En este ensayo se ha
querido dibujar un cierto tipo de europeo, analizando sobre todo su comportamiento frente a la civilización misma en que ha
nacido. Había de hacerse así porque ese personaje no representa otra civilización que luche con la antigua, sino una mera
negación, negación que oculta un efectivo parasitismo. El hombre-masa está aún viviendo precisamente de lo que niega y otros
construyeron o acumularon. Por eso no convenía mezclar su psicograma con la gran cuestión: ¿qué insuficiencias radicales padece
la cultura europea moderna? Porque es evidente que, en última instancia, de ellas proviene esta forma humana ahora dominada. Mas esa gran cuestión tiene
que permanecer fuera de estas páginas, porque es excesiva. Obligaría a desarrollar con plenitud la doctrina sobre la vida
humana que, como un contrapunto, queda entrelazada, insinuada, musitada, en ellas. Tal vez pronto pueda ser gritada.
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