www.centrojuandemariana.tk La rebelión de las masas
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JUVENTUD I Las variaciones históricas no proceden nunca de causas externas
al organismo humano, al menos dentro de un mismo período zoológico. Si ha habido catástrofes telúricas -diluvios, sumersión
de continentes, cambios súbitos y extremes de clima-, como en los mitos más arcaicos parece recordarse confusamente, el efecto
por ellas producido trascendió los límites de lo histórico y trastornó la especie como tal. Lo más probable es que el hombre
no ha asistido nunca a semejantes catástrofes. La existencia ha sido, por lo visto, siempre muy cotidiana. Los cambios más
violentos que nuestra especie ha conocido, los períodos glaciales, no tuvieron carácter de gran espectáculo. Basta que durante
algún tiempo la temperatura media del año descienda cinco o seis grados para que la glacialización se produzca. En definitiva,
que los veranos sean un poco más frescos. La lentitud y suavidad de este proceso de tiempo a que el organismo reaccione, y
esta reacción dentro del organismo al cambio físico del contorno, es la verdadera variación histórica. Conviene abandonar
la idea de que el medio, mecánicamente, modele la vida; por lo tanto, que la vida sea un proceso de fuera a dentro. Las modificaciones
externas actúan sólo como excitantes de modificaciones intraorgánicas; son, más bien, preguntas a que el ser vivo responde
con un amplio margen de originalidad imprevisible. Cada especie, y aun cada variedad, y allí cada individuo, aprontará una
respuesta más o menos diferente, nunca idéntica. Vivir, en suma, es una operación que se hace de dentro a fuera, y por eso
las causas o principios de sus variaciones hay que buscarlos en el interior del organismo. Pensando así, había de parecerme sobremanera verosímil que en los más profundos
y amplios fenómenos históricos aparezca, más o menos claro, el decisivo influjo de las diferencias biológicas más elementales.
La vida es masculina o femenina, es joven o es vieja. ¿Cómo se puede pensar que estos módulos elementalísimos y divergentes
de la vitalidad no sean gigantescos poderes plásticos de la historia? Fue, a mi juicio, uno de los descubrimientos sociológicos
más importantes el que se hizo, va para treinta años, cuando se advirtió que la organización social más primitiva no es sino
la impronta en la masa colectiva de esas grandes categorías vitales: sexos y edades. La estructura más primitiva de la sociedad
se reduce a dividir los individuos que la integran en hombres y mujeres, y cada una de estas clases sexuales en niños, jóvenes
y viejos, en clases de edad. Las formas biológicas mismas fueron, por decirlo así, las primeras instituciones. Masculinidad y feminidad, juventud y senectud, son dos parejas de potencias
antagónicas. Cada una de esas potencias significa la movilización de la vida toda en un sentido divergente del que lleva su
contraria. Vienen a ser como estilos diversos del vivir. Y como todos coexisten en cualquier instante de la historia, se produce
entre ellos una colisión, un forcejeo en que intenta cada cual arrastrar en su sentido, íntegra, la existencia humana. Para
comprender bien una época es preciso determinar la ecuación dinámica que en ella dan esas cuatro potencias, y preguntarse:
¿quién puede más? ¿Los jóvenes, o los viejos? -es decir, los hombres maduros-. ¿Lo varonil, o lo femenino? Es sobremanera
interesante perseguir en los siglos los desplazamientos del poder hacia una u otra de esas potencias. Entonces se advierte
lo que de antemano debía presumirse: que, siendo rítmica toda vida, lo es también la histórica, y que los ritmos fundamentales
son precisamente los biológicos; es decir, que hay épocas en que predominan lo masculino y otras señoreadas por los instintos
de la feminidad, que hay tiempos de jóvenes y tiempos de viejos. En el ser humano la vida se duplica porque al intervenir la conciencia, la
vida primaria se refleja en ella: es interpretada por ella en forma de idea, imagen, sentimiento. Y como la historia es ante
todo historia de la mente, del alma, lo interesante será describir la proyección en la conciencia de esos predominios rítmicos.
La lucha misteriosa que mantienen en las secretas oficinas del organismo la juventud y la senectud, la masculinidad y la feminidad,
se refleja en la conciencia bajo la especie de preferencias y desdenes. Llega una época que prefiere, que estima más las calidades
de la vida joven, y pospone, desestima las de la vida madura, o bien halla la gracia máxima en los modos femeninos frente
a los masculinos. ¿Por qué acontecen estas variaciones de la preferencia, a veces súbitas? He aquí una cuestión sobre la cual
no podemos aún decir una sola palabra. Lo que sí me parece evidente es que nuestro tiempo se caracteriza por el extreme
predominio de los jóvenes. Es sorprendente que en pueblos tan viejos como los nuestros, y después de una guerra más triste
que heroica, tome la vida de pronto un cariz de triunfante juventud. En realidad, como tantas otras cosas, este imperio de
los jóvenes venía preparándose desde 1890, desde el fin de siècle. Hoy de un sitio, mañana de otro, fueron desalojadas la
madurez y la ancianidad: en su puesto se instalaba el hombre joven con sus peculiares atributos. Yo no sé si este triunfo de la juventud será un fenómeno pasajero o una actitud
profunda que la vida humana ha tomado y que llegará a calificar toda una época. Es preciso que pase algún tiempo para poder
aventurar este pronóstico. El fenómeno es demasiado reciente y aún no se ha podido ver si esta nueva vida in modo juventutis
será capaz de lo que luego diré, sin lo cual no es posible la perduración de su triunfo. Pero si fuésemos a atender sólo el
aspecto del momento actual, nos veremos forzados a decir: ha habido en la historia otras épocas en que han predominado los
jóvenes, pero nunca, entre las bien conocidas, el predominio ha sido tan extremado y exclusive. En los siglos clásicos de
Grecia la vida toda se organiza en torno al efebo, pero junto a él, y como potencia compensatoria, está el hombre maduro que
le educa y dirige. La pareja Sócrates-Alcibíades simboliza muy bien la ecuación dinámica de juventud y madurez desde el siglo
v al tiempo de Alejandro. El joven Alcibíades triunfa sobre la sociedad, pero es a condición de servir al espíritu que Sócrates
representa. De este modo, la gracia y el vigor juveniles son puestos al servicio de algo más allá de ellos que les sirve de
norma, de incitación y de freno. Roma, en cambio, prefiere el viejo al joven y se somete a la figura del senador, del padre
de familia. El «hijo», sin embargo, el joven, actúa siempre frente al senador en forma de oposición. Los dos nombres que enuncian
los partidos de la lucha multisecular aluden a esta dualidad de potencias: patricios y proletarios. Ambos significan «hijos»,
pero los unos son hijos de padre ciudadano, casado según ley de Estado, y por ello heredero de bienes, al paso que el proletario
es hijo en el sentido de la carne, no es hijo de «alguien» reconocido, es mero descendiente y no heredero, prole. (Como se
ve, la traducción exacta de patricio sería hidalgo.) Para hallar otra época de juventud como la nuestra, fuera preciso descender
hasta el Renacimiento. Repase el lector raudamente la serie de sazones europeas. El romanticismo, que con una u otra intensidad
impregna todo el siglo XIX, puede parecer en su iniciación un tiempo de jóvenes. Hay en él, efectivamente, una subversión
contra el pasado y es un ensayo de afirmarse a sí misma la juventud. La Revolución había hecho tabla rasa de la generación
precedente y permitió durante quince años que ocupasen todas las eminencias sociales hombres muy motes. El jacobino y el general
de Bonaparte son muchachos. Sin embargo, ofrece este tiempo el ejemplo de un falso triunfo juvenil, y el romanticismo pondrá
de manifiesto su carencia de autenticidad. El joven revolucionario es sólo el ejecutor de las viejas ideas confeccionadas
en los dos siglos anteriores. Lo que el joven afirma entonces no es su juventud, sino principios recibidos: nada tan representativo
como Robespierre, el viejo de nacimiento. Cuando en el romanticismo se reacciona contra el siglo XVIII es para volver a un
pasado más antiguo, y los jóvenes, al mirar dentro de sí, sólo hallan desgana vital. Es la época de los blasés, de los suicidios,
del aire prematuramente caduco en el andar y en el sentir. El joven imita en sí al viejo, prefiere sus actitudes fatigadas
y se apresura a abandonar su mocedad. Todas las generaciones del siglo XIX han aspirado a ser maduras lo antes posible y sentían
una extraña vergüenza de su propia juventud. Compárese con los jóvenes actuales -varones y hembras-, que tienden a prolongar
ilimitadamente su muchachez y se instalan en ella como definitivamente. Si damos un paso atrás, caemos en el siglo vieillot por excelencia, el XVIII,
que abomina de toda calidad juvenil, detesta el sentimiento y la pasión, el cuerpo elástico y nudo. Es el siglo de entusiasmo
por los decrépitos, que se estremece al paso de Voltaire, cadáver viviente que pasa sonriendo a sí mismo en la sonrisa innumerable
de sus arrugas. Para extremar tal estilo de vida se finge en la cabeza la nieve de la edad, y la peluca empolvada cubre toda
frente primaveral -hombre o mujer- con una suposición de sesenta años. Al llegar al siglo XVII en este virtual retroceso tenemos que preguntarnos,
ingenuamente sorprendidos: ¿Dónde se han marchado los jóvenes? Cuanto vale en esta edad parece tener cuarenta años: el traje,
el uso, los modales, son sólo adecuados a gentes de esta edad. De Ninón se estima la madurez, no la confusa juventud. Domina
la centuria Descartes, vestido a la española, de negro. Se busca doquiera la raison e interesa más que nada la teología: jesuitas
contra Jansenio. Pascal, el niño genial, es genial porque anticipa la ancianidad de los geómetras. El Sol, 9 de junio de 1927. II Todo gesto vital, o es un gesto de dominio, o un gesto
de servidumbre. Tertium non datur. El gesto de combate que parece
interpolarse entre ambos pertenece, en rigor, a uno u otro estilo. La guerra ofensiva va inspirada por la seguridad en la
victoria y anticipa el dominio. La guerra defensiva suele emplear tácticas viles, porque en el fondo de su alma el atacado
estima más que a sí mismo al ofensor. Esta es la causa que decide uno u otro estilo de actitud. El gesto servil lo es porque el ser no gravita sobre sí mismo, no está seguro
de su propio valer y en todo instante vive comparándose con otros. Necesita de ellos en una u otra forma; necesita de su aprobación
para tranquilizarle, cuando no de su benevolencia y su perdón. Por eso el gesto lleva siempre una referencia al prójimo. Servir
es llenar nuestra vida de actos que tienen valor sólo porque otro ser los aprueba o aprovecha. Tienen sentido mirados desde
la vida de este otro ser, no desde la vida nuestra. Y esta es, en principio, la servidumbre: vivir desde otro, no 'desde sí
mismo. El estilo de dominio, en cambio, no implica la victoria. Por eso aparece con
más pureza que nunca en ciertos cases de guerra defensiva que concluyeron con la completa derrota del defensor. El caso de
Numancia es ejemplar. Los numantinos poseen una fe inquebrantable en sí mismos. Su larga campana frente a Roma comenzó por
ser de ofensiva. Despreciaban al enemigo y, en efecto, lo derrotaban una vez y otra. Cuando más tarde, recogiendo y organizando
mejor sus fuerzas superiores, Roma aprieta a Numancia, ésta, se dirá, toma la defensiva, pero propiamente no se defiende,
sino que más bien se aniquila, se suprime. El hecho material de la superioridad de fuerzas en el enemigo invita al pueblo
del alma dominante a preferir su propia anulación. Porque sólo sabe vivir desde sí mismo, y la nueva forma de existencia que
el destino le propone -servidumbre- le es inconcebible, le sabe a negación del vivir mismo; por lo tanto, es la muerte. El cambio acaecido en este punto es fantástico. Hoy la juventud parece dueña
indiscutible de la situación, y todos sus movimientos van saturados de dominio. En su gesto transparece bien claramente que
no se preocupa lo más mínimo de la otra edad. El joven actual habita hoy su juventud con tal resolución y denuedo, con tal
abandono y seguridad, que parece existir sólo en ella. Le trae perfectamente sin cuidado lo que piense de ella la madurez;
es más: ésta tiene a sus ojos un valor próximo a lo cómico. Se han mudado las tornas. Hoy el hombre y la mujer maduros viven casi azorados,
con la vaga impresión de que casi no tienen derecho a existir. Advierten la invasión del mundo por la mocedad como tal y comienzan
a hacer gestos serviles. Por lo pronto, la imitan en el vestido. (Muchas veces he sostenido que las modas no eran un hecho
frívolo, sino un fenómeno de gran trascendencia histórica, obediente a causas profundas. El ejemplo presente aclara con sobrada
evidencia esa afirmación.) Las modas actuales están pensadas para cuerpos juveniles, y es tragicómica
la situación de padres y madres que se ven obligados a imitar a sus hijos e hijas en lo indumentario. Los que ya estamos muy
en la cima de la vida nos encontramos con la inaudita necesidad de tener que desandar un poco el camino hecho, como si lo
hubiésemos errado, y hacernos -de grado o no- más jóvenes de lo que somos. No se trata de fingir una mocedad que se ausenta
de nuestra persona, sino que el módulo adoptado por la vida objetiva es el juvenil y nos fuerza a su adopción. Como con el
vestir, acontece con todo lo demás. Los usos, placeres, costumbres, modales, están cortados a la medida de los efebos. Es curioso, formidable, el fenómeno, e invita a esa humildad y devoción ante
el poder, a la vez creador e irracional, de la vida que yo fervorosamente he recomendado durante toda la mía. Nótese que en
toda Europa la existencia social está hoy organizada para que puedan vivir a gusto sólo los jóvenes de las clases medias.
Los mayores y las aristocracias se han quedado fuera de la circulación vital, síntoma en que se anudan dos factores distintos
-juventud y masa- dominantes en la dinámica de este tiempo. El régimen de vida media se ha perfeccionado -por ejemplo, los
placeres-, y, en cambio, las aristocracias no han sabido crearse nuevos refinamientos que las distancien de la masa. Sólo
queda para ellas la compra de objetos más caros, pero del mismo tipo general que los usados por el hombre medio. Las aristocracias,
desde 1800 en lo político y desde 1900 en lo social, han sido arrolladas, y es ley de la historia que las aristocracias no
pueden ser arrolladas sino cuando previamente han caído en irremediable degeneración. Pero hay un hecho que subraya más que otro alguno este triunfo de la juventud
y revela hasta qué punto es profundo el trastorno de valores en Europa. Me refiero al entusiasmo por el cuerpo. Cuando se
piensa en la juventud, se piensa ante todo en el cuerpo. Por varias razones: en primer lugar, el alma tiene un frescor más
prolongado, que a veces llega a honrar la vejez de la persona; en segundo lugar, el alma es más perfecta en cierto momento
de la madurez que en la juventud; sobre todo, el espíritu -inteligencia y voluntad- es, sin duda, más vigoroso en la plena
cima de la vida que en su etapa ascensional. En cambio, el cuerpo tiene su flor -su akmé, decían los griegos- en la estricta
juventud, y, viceversa, decae infaliblemente cuando ésta se transpone. Por eso, desde un punto de vista superior a las oscilaciones
históricas, por decirlo así, sub specie aeternitatis, es indiscutible que la juventud rinde la mayor delicia al ser mirada,
y la madurez, al ser escuchada. Lo admirable del mozo es su exterior; lo admirable del hombre hecho es su intimidad. Pues bien: hoy se refiere el cuerpo al espíritu. No creo que haya síntoma más
importante en la existencia europea actual. Tal vez las generaciones anteriores han rendido demasiado culto al espíritu y
-salvo Inglaterra- han desdeñado excesivamente a la carne. Era conveniente que el ser humano fuese amonestado y se le recordase
que no es sólo alma, sino unión mágica de espíritu y cuerpo. El cuerpo es por si puerilidad. El entusiasmo que hoy despierta ha inundado
de infantilismo la vida continental, ha aflojado la tensión de intelecto y voluntad en que se retorció el siglo XIX, arco
demasiado tirante hacia metas demasiado problemáticas. Vamos a descansar un rato en el cuerpo. Europa -cuando tiene ante sí
los problemas más pavorosos- se entrega a unas vacaciones. Brinda elástico el músculo del cuerpo desnudo detrás de un balón
que declara francamente su desdén a toda trascendencia volando por el aire con aire en su Interior. Las asociaciones de estudiantes alemanes han solicitado enérgicamente que se
reduzca el plan de estudios universitarios. La razón que daban no era hipócrita: urgía disminuir las horas de estudio porque
ellos necesitaban el tiempo para sus juegos y diversiones, para «vivir la vida». Este gesto dominante que hoy hace la juventud me parece magnífico. Sólo me
ocurre una reserva mental. Entrega tan completa a su propio momento es justa en cuanto afirma el derecho de la mocedad como
tal, frente a su antigua servidumbre. Pero ¿no es exorbitante? La juventud, estadio de la vida, tiene derecho a sí misma;
pero a fuer de estadio va afectada inexorablemente de un carácter transitorio. Encerrándose en sí misma, cortando los puentes
y quemando las naves que conducen a los estadios subsecuentes, parece declararse en rebeldía y separatismo del resto de la
vida. Si es falso que el joven no debe hacer otra cosa que prepararse a ser viejo, tampoco es parvo error eludir por completo
esta cautela. Pues es el caso que la vida, objetivamente, necesita de la madurez; por lo tanto, que la juventud también la
necesita. Es preciso organizar la existencia: ciencia, técnica, riqueza, saber vital, creaciones de todo orden, son requeridas
para que la juventud pueda alojarse y divertirse. La juventud de ahora, tan gloriosa, corre el riesgo de arribar a una madurez
inepta. Hoy goza el ocio floreciente que le han creado generaciones sin juventud. Mi entusiasmo por el cariz juvenil que la vida ha adoptado no se detiene más
que ante este temor. ¿Qué van a hacer a los cuarenta años los europeos futbolistas? Porque el mundo es ciertamente un balón,
pero con algo más que aire dentro. Sol, 19 de junio de 1927.
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