www.centrojuandemariana.tk La rebelión de las masas
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¿MASCULINO, O FEMENINO? I No hay duda que nuestro tiempo es tiempo
de jóvenes. El péndulo de la historia, siempre inquieto, asciende ahora por el cuadrante «mocedad». El nuevo estilo de vida
ha comenzado no hace mucho, y ocurre que la generación próxima ya a los cuarenta años ha sido una de las más infortunadas
que han existido. Porque cuando era joven reinaban todavía en Europa los viejos, y ahora que ha entrado en la madurez encuentra
que se ha transferido el imperio a la mocedad. Le ha faltado, pues, la hora de triunfo y de dominio, la sazón de grata coincidencia
con el orden reinante en la vida. En suma: que ha vivido siempre al revés que el mundo y, como el esturión, ha tenido que
nadar sin descanso contra la corriente del tiempo. Los más viejos y los mas jóvenes desconocen este duro destino de no haber
flotado nunca; quiero decir de no haberse sentido nunca la persona como llevada por un elemento favorable, sino que un día
tras otro y lustre tras lustro tuvo que vivir en vilo, sosteniéndose a pulse sobre el nivel de la existencia. Pero tal vez
esta misma imposibilidad de abandonarse un solo instante la ha disciplinado y purificado sobremanera. Es la generación que
ha combatido más, que ha ganado en rigor más batallas y ha gozado menos triunfos 6. Mas dejemos por ahora intacto el tema de esa generación
intermediaria y retengamos la atención sobre el momento actual. No basta decir que vivimos en tiempo de juventud. Con ello
no hemos hecho más que definirlo dentro del ritmo de las edades. Pero a la vera de éste actúa sobre la sustancia histórica
el ritmo de los sexos. ¡Tiempo de juventud! Perfectamente. Pero ¿masculino, o femenino? El problema es más sutil, más delicado
-casi indiscreto. Se trata de filiar el sexo de una época. Para acertar en ésta, como en todas las empresas de la psicología
histórica, es preciso tomar un punto de vista elevado y libertarse de ideas angostas sobre lo que es masculino y lo que es
femenino. Ante todo, es urgente desasirse del trivial error que entiende la masculinidad principalmente en su relación con
la mujer. Para quien piensa así, es muy masculino el caballero bravucón que se ocupa ante todo en cortejar a las. damas y
hablar de las buenas hembras. Este era el tipo de varón dominante hacia 1890: traje barroco, grandes levitas cuyas haldas
capeaban al viento, plastrón, barba de mosquetero, cabello en volutas, un duelo al mes. (El buen fisonomista de las modas
descubre pronto la idea que inspiraba a ésta: la ocultación del cuerpo viril bajo una profusa vegetación de tela y pelambre.
Quedaban sólo a la vista manes, nariz y ojos. El resto era falsificación, literatura textil, peluquería. Es una época de profunda
insinceridad: discursos parlamentarios y prosa de «artículo de fondo»). El hecho de que al pensar en el hombre se destaque primeramente
su afán hacia la mujer revela, sin más, que en esa época predominaban los valores de feminidad. Sólo cuando la mujer es lo
que más se estima y encanta tiene sentido apreciar al varón por el servicio y culto que a ésta rinda. No hay síntoma más evidente
de que lo masculino, como tal, es preterido y desestimado. Porque así como la mujer no puede en ningún caso ser definida sin
referirla al varón, tiene éste el privilegio de que la mayor y mejor porción de sí mismo es independiente por completo de
que la mujer exista o no. Ciencia, técnica, guerra, política, deporte, etc., son cosas que el hombre se ocupa con el centro
vital de su persona, sin que la mujer tenga intervención sustantiva. Este privilegio de lo masculino, que le permite en amplia
medida bastarse a sí mismo, acaso parezca irritante. Es posible que no lo sea. Yo no lo aplaudo ni lo vitupero, pero tampoco
lo invento. Es una realidad de primera magnitud con que la naturaleza, inexorable en sus voluntades, nos obliga a contar. La veracidad, pues, me fuerza a decir que todas las épocas
masculinas de la historia se caracterizan por la falta de interés hacia la mujer. Ésta queda relegada al fondo de la vida,
hasta el punto de que el historiador, forzado a una óptica de lejanía, apenas si la ve. En el haz histórico aparecen sólo
hombres, y, en efecto, los hombres viven a la sazón sólo con hombres. Su trato normal con la mujer queda excluido de la zona
diurna y luminosa en que acontece lo más valioso de la vida, y se recoge en la tiniebla, en el subterráneo de las horas inferiores,
entregadas a los puros instintos -sensualidad, paternidad, familiaridad-. Egregia ocasión de masculinidad fue el siglo de
Pericles, siglo sólo para hombres. Se vive en público: ágora, gimnasio, campamento, trirreme. El hombre maduro asiste a los
juegos de los efebos desnudos y se habitúa a discernir las más finas calidades de la belleza varonil, que el escultor va a
comentar en el mármol. Por su parte, el adolescente bebe en el aire ático la fluencia de palabras agudas que brota de los
viejos dialécticos, sentados en los pórticos con la cayada en la axila. ¿La mujer?... Sí, a última hora, en el banquete varonil,
hace su entrada bajo la especie de flautistas y danzarinas que ejecutan sus humildes destrezas al fondo, muy al fondo de la
escena, como sostén y pausa a la conversación que languidece. Alguna vez, la mujer se adelanta un poco: Aspasia. ¿Por que?
Porque ha aprendido el saber de los hombres, porque se ha masculinizado. Aunque el griego ha sabido esculpir famosos cuerpos de mujer,
su interpretación de la belleza femenina no logró desprenderse de la preferencia que sentía por la belleza del varón. La Venus
de Milo es una figura masculofemínea, una especie de atleta con senos. Y es un ejemplo be cómica insinceridad que haya sido
propuesta imagen tal al entusiasmo de los europeos durante el siglo XIX, cuando más ebrios vivían de romanticismo y de fervor
hacia la Pura, extremada feminidad. El canon del arte griego quedó inscrito en las formas del muchacho deportista, y cuando
esto no le bastó, prefirió sonar con el hermafrodita. (Es curioso advertir que la sensualidad primeriza del niño le hace normalmente
sonar con el hermafrodita; cuando más tarde separa la forma masculina de la femenina sufre -por un instante- amarga desilusión.
La forma femenina le parece como una mutilación de la masculina; por lo tanto, como algo incompleto y vulnerado). Sería un error atribuir este masculinismo, que culmina en
el siglo de Pericles, a una nativa ceguera del hombre griego para los valores de feminidad, y oponerle el presunto rendimiento
del germano ante la mujer. La verdad es que en otras épocas de Grecia anteriores a la clásica triunfó lo femenino, como en
ciertas etapas del germanismo domina lo varonil. Precisamente aclara mejor que otro ejemplo la diferencia entre épocas de
uno y otro sexo lo acontecido en la Edad Media, que por sí misma se divide en dos porciones: la primera, masculina; la segunda,
desde el siglo XII, femenina. En la primera Edad Media la vida tiene el más rudo cariz.
Es preciso guerrear cotidianamente, y a la noche, compensar el esfuerzo con el abandono y el frenesí de la orgía. El hombre
vive casi siempre en campamentos, solo con otros hombres, en perpetua emulación con ellos sobre temas viriles: esgrima, caballería,
caza, bebida. El hombre, como dice un texto de la época, «no debe separarse, hasta la muerte, de la crin de su caballo, y
pasará su vida a la sombra de la lanza». Todavía en tiempos de Dante algunos nobles -los Lamberti, los Saldanieri- conservaban,
en efecto, el privilegio de ser enterrados a caballo. En tal paisaje moral, la mujer carece de papel y no interviene
en lo que podemos llamar vida de primera clase. Entendámonos: en todas las épocas se ha deseado a la mujer, pero no en todas
se la ha estimado. Así en esta bronca edad. La mujer es botín de guerra. Cuando el germano de estos siglos se ocupa en idealizar
la mujer, imagina la valquiria, la hembra beligerante, virago musculosa que posee actitudes y destrezas de varón. Esta existencia de áspero régimen crea las bases primeras,
el subsuelo del porvenir europeo. Merced a ella se ha conseguido ya en el siglo XII acumular alguna riqueza, contar con un
poco de orden, de paz, de bienestar. Y he aquí que, rápidamente, como en ciertas jornadas de primavera, cambia la faz de la
historia. Los hombres empiezan a pulirse en la palabra y en el mortal. Ya no se aprecia el ademán bronco, sino el gesto mesurado,
grácil. A la continua pendencia sustituye el solatz e deport -que quiere decir conversación y juego-. La mutación se debe
al ingreso de la mujer en el escenario de la vida pública. La corte de los carolingios era exclusivamente masculina. Pero
en el siglo XII las altas damas de Provenza y Borgona tienen la audacia sorprendente de afirmar, frente al Estado de los guerreros
y frente a la Iglesia de los clérigos, el valor específico de la pura feminidad. Esta nueva forma de vida pública, donde la
mujer es el centro, contiene el germen de lo que, frente a Estado e Iglesia, se va a llamar siglos más tarde «sociedad». Entonces
se llamó «corte»; pero no como la antigua corte de guerra y de justicia, sino «corte de amor». Se trata; nada menos, de todo
un nuevo estilo de cultura y de vida... El Sol, 26 de junio de 1927. II Se trata, nada menos, de todo un nuevo
estilo de cultura y de vida. Porque hasta el siglo XII no se había encontrado la manera de afirmar la delicia de la existencia,
de lo mundanal frente al enérgico tabú que sobre todo el terreno había hecho caer la Iglesia. Ahora aparece la cortezia triunfadora
de la clerezia. Y la cortezia es, ante todo, el régimen de vida que va inspirado por el entusiasmo hacia la mujer. Se ve en
ella la norma y el centro de la creación. Sin la violencia del combate o del anatema, suavísimamente, la feminidad se eleva
a máximo poder histórico. ¿Cómo aceptan este yugo el guerrero y sacerdote, en cuyas manes se hallaban todos los medios de
la lucha? No cabe más claro ejemplo de la fuerza indomable que el «sentir del tiempo» posee. En rigor, es tan poderoso que
no necesita combatir. Cuando llega, montado sobre los nervios de una nueva generación, sencillamente se instala en el mundo
como en una propiedad indiscutida. La vida del varón pierde el módulo de la etapa masculina
y se conforma al nuevo estilo. Sus armas prefieren al combate, la justicia y el torneo, que están ordenados para ser vistos
por las damas. Los trajes de los hombres comienzan a imitar las líneas del traje femenino, se ajustan a la cintura y se descotan
bajo el cuello. El poeta deja un poco la gesta en que se canta al héroe varonil y tornea la trova que ha sido inventada. sol per domnas lauzar. El caballero desvía sus ideas feudales hacia la mujer y
decide «servir» a una dama, cuya cifra pone en el escudo. De esta época proviene el culto a la Virgen María, que proyecta
en las regiones trascendentes la entronización de lo femenino, acontecida en el orden sublunar. La mujer se hace ideal del
hombre, y llega a ser la forma de todo ideal. Por eso, en tiempo de Dante, la figura femenina absorbe el oficio alegórico
de todo lo sublime, de todo lo aspirado. Al fin y al cabo, consta por el Génesis que la mujer no está hecha de barro como
el varón, sino que está hecha de sueño de varón. Ejercitada la pupila de estos esquemas del pretérito, que
fácilmente podríamos multiplicar, se vuelve al panorama actual y reconoce al punto que nuestro tiempo no es sólo tiempo de
juventud, sino de juventud masculina. El amo del mundo es hoy el muchacho. Y lo es no porque lo haya conquistado, sino a fuerza
de desdén. La mocedad masculina se afirma a sí misma, se entrega a sus gustos y apetitos, a sus ejercicios y preferencias,
sin preocuparse del resto, sin acatar o rendir culto a nada que no sea su propia juventud. Es sorprendente la resolución y
la unanimidad con que los jóvenes han decidido no «servir» a nada ni a nadie, salve a la idea misma de la mocedad. Nada parecía
hoy más obsoleto que el gesto rendido y curve con que el caballero bravucón de 1890 se acercaba a la mujer para decirle una
frase galante, retorcida como una viruta. Las muchachas han perdido el hábito de ser galanteadas, y ese gesto en que hace
treinta años rezumaban todas las resinas de la virilidad les olería hoy a afeminamiento. Porque la palabra «afeminado» tiene dos sentidos muy diversos.
Por uno de ellos significa el hombre anormal que fisiológicamente es un poco mujer. Estos individuos monstruosos existen en
todos los tiempos, como desviación fisiológica de la especie, y su carácter patológico les impide representar la normalidad
de ninguna época. Pero en su otro sentido, «afeminado» significa sencillamente homme à femmes, el hombre muy preocupado de
la mujer, que gira en torno a ella y dispone sus actitudes y persona en vista de un público femenino. En tiempos de este sexo,
esos hombres parecen muy hombres; pero cuando sobrevienen etapas de masculinismo se descubre lo que en ellos hay de efectivo
afeminamiento, pese a su aspecto de matamoros. Hoy, como siempre que los valores masculinos han predominado,
el hombre estima su figura más que la del sexo contrario y, consecuentemente, cuida su cuerpo y tiende a ostentarlo. El viejo
«afeminado» llama a este nuevo entusiasmo de los jóvenes por el cuerpo viril y a ese esmero con que lo tratan, afeminamiento,
cuando es todo lo contrario. Los muchachos conviven juntos en los estadios y áreas de deportes. No les interesa más que su
juego y la mayor o menor perfección en la postura o en la destreza. Conviven, pues, en perpetuo concurso y emulación, que
versan sobre calidades viriles. A fuerza de contemplarse en los ejercicios donde el cuerpo aparece exento de falsificaciones
textiles, adquieren una fina percepción de la belleza física varonil, que cobra a sus ojos un valor enorme. Nótese que sólo
se estima la excelencia en las cosas de que se entiende. Sólo estas excelencias, claramente percibidas, arrastran el ánimo
y lo sobrecogen. De aquí que las modas masculinas hayan tendido estos años
a subrayar la arquitectura masculina del hombre joven, simplificando un tipo de traje tan poco propicio para ello como el
heredado del siglo XIX. Era menester que, bajo los tubos o cilindros de tela en que este horrible traje consiste, se afírmase
el cuerpo del futbolista. Tal vez desde los tiempos griegos no se ha estimado tanto
la belleza masculina como ahora. Y el buen observador nota que nunca las mujeres han hablado tanto y con tal descaro como
ahora de los hombres guapos. Antes sabían callar su entusiasmo por la belleza de un varón, si es que la sentían. Pero, además,
conviene apuntar que la sentían mucho menos que en la actualidad. Un viejo psicólogo habituado a meditar sobre estos asuntos
sabe que el entusiasmo de la mujer por la belleza corporal del hombre, sobre todo por la belleza fundada en la corrección
atlética, no es casi nunca espontáneo. Al oír hoy con tanta frecuencia el cínico elogio del hombre guapo brotando de labios
femeninos, en vez de colegir ingenuamente y sin más: «A la mujer de 1927 le gustan superlativamente los hombres guapos», hace
un descubrimiento más hondo: la mujer de 1927 ha dejado de acunar los valores por sí misma y acepta el punto de vista de los
hombres que en esta fecha sienten, en efecto, entusiasmo por la espléndida figura del atleta. Ve, pues, en ello un síntoma
de primera categoría, que revela el predominio del punto de vista varonil. No sería objeción contra esto que alguna lectora, perescrutando
sinceramente en su interior, reconociese que no se daba cuenta de ser influída en su estima de la belleza masculina por el
aprecio que de ella hacen los jóvenes. De todo aquello que es un impulso colectivo y empuja la vida histórica entera en una
u otra dirección, no nos damos cuenta nunca, como no nos damos cuenta del movimiento estelar que lleva nuestro planeta, ni
de la faena química en que se ocupan nuestras células. Cada cual cree vivir por su cuenta, en virtud de razones que supone
personalísimas. Pero el hecho es que bajo esa superficie de nuestra conciencia actúan las grandes fuerzas anónimas, los poderosos
alisios de la historia, soplos gigantes que nos movilizan a su capricho. Tampoco sabe bien la mujer de hoy por qué fuma, por qué
se viste como se viste, por qué se afana en deportes físicos. Cada una podrá dar su razón diferente, que tendrá alguna verdad,
pero no la bastante. Es mucha casualidad que al presente el régimen de la asistencia femenina en los órdenes más diversos
coincida siempre en esto: la asimilación al hombre. Si en el siglo XII el varón se vestía como la mujer y hacía bajo su inspiración
versitos dulcifluos, hoy la mujer imita al hombre en el vestir y adopta sus ásperos juegos. La mujer procura hallar en su
corporeidad las líneas del otro sexo. Por eso lo más característico de las modas actuales no es la exigüidad del encubrimiento,
sino todo lo contrario. Basta comparar el traje de hoy con el usado en la época de otro Directorio mayor -1800- para descubrir
la esencia variante, tanto más expresiva cuanto mayor es la semejanza. El traje Directorio era también una simple túnica,
bastante corta, casi como la de ahora. Sin embargo, aquel desnudo era un perverso desnudo de mujer. Ahora la mujer va desnuda
como un muchacho. La dama Directorio acentuaba, ceñía y ostentaba el atributo femenino por excelencia: aquella túnica era
el más sobrio tallo para sostener la flor del seno. El traje actual, aparentemente tan generoso en la nudifícación, oculta,
en cambio, anula, escamotea, el seno femenino. Es una equivocación psicológica explicar las modas vigentes
por un supuesto afán de excitar los sentidos del varón, que se han vuelto un poco indolentes. Esta indolencia es un hecho,
y yo no niego que en el talle de la indumentaria y de las actitudes influya ese propósito incitativo; pero las líneas generales
de la actual figura femenina están inspiradas por una intención opuesta: la de parecerse un poco al hombre joven. El descaro
e impudor de la mujer contemporánea son, más que femeninos, el descaro e impudor de un muchacho que da a la intemperie su
carne elástica. Todo lo contrario, pues, de una exhibición lúbrica y viciosa. Probablemente, las relaciones entre los sexos
no han sido nunca más sanas, paradisíacas y moderadas que ahora. El peligro está más bien en la dirección inversa. Porque
ha acontecido siempre que las épocas masculinas de la historia, desinteresadas de la mujer, han rendido extraño culto al amor
dórico. Así, en tiempo de Pericles, en tiempo de César, en el Renacimiento. Es, pues, una bobada perseguir en nombre de la moral la
brevedad de las faldas al uso. Hay en los sacerdotes una manía milenaria contra los modistos. A principios del siglo XIII,
nota Luchaire, «los sermonarios no cesan de fulminar contra la longitud exagerada de las faldas, que son, dicen, una invención
diabólica». ¿En qué quedamos? ¿Cuál es la falda diabólica? ¿La corta, o la larga? A quien ha pasado su juventud en una época femenina le apena
ver la humildad con que hoy la mujer, destronada, procura insinuarse y ser tolerada en la sociedad de los hombres. A este
fin acepta en la conversación los temas que prefieren los muchachos y habla de deportes y de automóviles, y cuando pasa la
ronda de cócteles bebe como un barbián. Esta mengua del poder femenino sobre la sociedad es causa de que la convivencia sea
en nuestros días tan áspera. Inventora la mujer de la cortezia, su retirada del primer piano social ha traído el imperio de
la ·: descortesía. Hoy no se comprenderá un hecho como el acaecido en el siglo XVII con motive de la beatificación de varios
santos españoles -entre ellos, San Ignacio, San Francisco Javier y Santa Teresa de Jesús-. El hecho fue que la beatificación
sufrió una larga demora por la disputa surgida entre los cardenales sobre quién habría de entrar primero en la oficial beatitud:
la dama Cepeda o los varones jesuitas. El Sol, 3 de julio de 1927.
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