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La rebelión de las masas













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X PRIMITIVISMO E HISTORIA

 

La naturaleza está siempre ahí. Se sostiene a sí misma. En ella, en la selva, podemos impunemente ser salvajes. Podemos, inclusive, resolvernos a no dejar de serlo nunca, sin más riesgo que el advenimiento de otros seres que no lo sean. Pero, en principio, son posibles pueblos perennemente primitivos. Los hay. Breyssig los ha llamado «los pueblos de la perpetua aurora», los que se han quedado en una alborada detenida, congelada, que no avanza hacia ningún mediodía.

Esto pasa en el mundo que es sólo naturaleza. Pero no pasa en el mundo que es civilización, como el nuestro. La civilización no está ahí, no se sostiene a sí misma. Es artificio y requiere un artista o artesano. Si usted quiere aprovecharse de las ventajas de la civilización, pero no se preocupa usted de sostener la civilización..., se ha fastidiado usted. En un dos por tres se queda usted sin civilización. ¡Un descuido, y cuando mira usted en derredor, todo se ha volatilizado! Como si hubiese recogido unos tapices que tapaban la pura naturaleza, reaparece repristinada la selva primitiva. La selva siempre es primitiva. Y viceversa: todo lo primitivo es selva.

A los románticos de todos los tiempos les dislocaban estas escenas de violación, en que lo natural e infrahumano volvía a oprimir la palidez humana de la mujer, y pintaban al cisne sobre Leda, estremecido; al toro con Pasifae y a Antíope bajo el capro. Generalizando, hallaron un espectáculo más sutilmente indecente en el paisaje con ruinas, donde la piedra civilizada, geométrica, se ahoga bajo el abrazo de la silvestre vegetación. Cuando un buen romántico divisa un edificio, lo primero que sus ojos buscan es, sobre la acrótera o el tejado, el «amarillo jaramago». El anuncia que, en definitiva, todo es tierra, que dondequiera la selva rebrota.

Sería estúpido reírse del romántico. También el romántico tiene razón. Bajo esas imágenes inocentemente perversas late un enorme y sempiterno problema: el de las relaciones entre la civilización y lo que quedó tras ella -la naturaleza-, entre lo racional y lo cósmico. Reclamo, pues, la franquía para ocuparme de él en otra ocasión y para ser en la hora oportuna romántico.

Pero ahora me encuentro en faena opuesta. Se trata de contener la selva invasora. El «buen europeo» tiene que dedicarse ahora a lo que constituye, como es sabido, grave preocuparon de los Estados australianos: a impedir que las chumberas ganen terreno y arrojen a los hombres al mar. Hacia el año cuarenta y tantos, un emigrante meridional, nostálgico de su paisaje -¡Málaga, Sicilia?-, llevó a Australia un tiesto con una chumberita de nada. Hoy los presupuestos de Oceanía se cargan con partidas onerosas destinadas a la guerra contra la chumbera, que ha invadido el continente y cada ano gana en sección más de un kilómetro.

El hombre-masa cree que la civilización en que ha nacido y que usa es tan espontánea y primigenia como la naturaleza, e ipso facto se convierte en primitivo. La civilización se le antoja selva. Ya lo he dicho. Pero ahora hay que añadir algunas precisiones.

Los principios en que se apoya el mundo civilizado -el que hay que sostener- no existen para el hombre medio actual. No le interesan los valores fundamentales de la cultura, no se hace solidario de ellos, no está dispuesto a ponerse en su servicio. ¿Cómo ha pasado esto? Por muchas causas; pero ahora voy a destacar sólo una.

La civilización, cuanto más avanza, se hace más compleja y más difícil. Los problemas que hoy plantea son archiintrincados. Cada vez es menor el número de personas cuya mente está a la altura de los problemas. La posguerra nos ofrece un ejemplo bien claro de ello. La reconstrucción de Europa -se va viendo- es un asunto demasiado algebraico, y el europeo vulgar se revela inferior a tan sutil empresa. No es que falten medios para la solución. Faltan cabezas. Más exactamente: hay algunas cabezas, muy pocas, pero el cuerpo vulgar de la Europa central no quiere ponérselas sobre los hombros.

Este desequilibrio entre la sutileza complicada de los problemas y la de las mentes será cada vez mayor si no se pone remedio, y constituye la más elemental tragedia de la civilización. De puro ser fértiles y certeros los principios que la informan, aumenta su cosecha en cantidad y en agudeza hasta rebosar la receptividad del hombre normal. No creo que esto haya acontecido nunca en el pasado. Todas las civilizaciones han fenecido por la insufíciencia de sus principios. La europea amenaza sucumbir por lo contrario. En Grecia y Roma no fracasó el hombre, sino sus principios. El Imperio romano finiquita por falta de técnica. Al llegar a un grado de población grande y exigir tan vasta convivencia la solución de ciertas urgencias materiales que sólo la técnica podía hallar, comenzó el mundo antiguo a involucionar, a retroceder y consumirse.

Mas ahora es el hombre quien fracasa por no poder seguir emparejado con el progreso de su misma civilización. Da grima oír hablar sobre los temas más elementales del día a las personas relativamente más cultas. Parecen toscos labriegos que con dedos gruesos y torpes quieren coger una aguja que está sobre una mesa. Se mangan, por ejemplo, los temas políticos y sociales con el instrumental de conceptos romos que sirvieron hace doscientos años para afrontar situaciones de hecho doscientas veces menos sutiles.

Civilización avanzada es una y misma cosa con problemas arduos. De aquí que cuanto mayor sea el progreso, más en peligro está. La vida es cada vez mejor, pero, bien entendido, cada vez más complicada. Claro es que al complicarse los problemas se van perfeccionando también los medios pata resolverlos. Pero es menester que cada nueva generación se haga dueña de esos medios adelantados. Entre éstos -por concretar un poco- hay uno perogrullescamente unido al avance de la civilización, que es tener mucho pasado a su espalda, mucha experiencia; en suma: historia. El saber histórico es una técnica de primer orden para conservar y continuar una civilización proyecta. No porque dé soluciones positivas al nuevo cariz de los conflictos vitales -la vida es siempre diferente de lo que fue-, sino porque evita cometer errores ingenuos de otros tiempos. Pero si usted, encima de ser viejo, y, por lo tanto, de que su vida empieza a ser difícil, ha perdido la memoria del pasado, no aprovecha usted su experiencia, entonces todo son desventajas. Pues yo creo que esta es la situación de Europa. Las gentes más «cultas» de hoy padecen una ignorancia histórica increíble. Yo sostengo que hoy sabe el europeo dirigente mucha menos historia que el hombre del siglo XVIII, y aun del XVII. Aquel saber histórico de las minorías gobernantes -gobernantes sensu lato- hizo posible el avance prodigioso del siglo XIX. Su política está pensada -por el XVIII- precisamente para evitar los errores de todas las políticas antiguas, está ideada en vista de esos errores y resume en su sustancia la más larga experiencia. Pero ya el siglo XIX comenzó a perder «cultura histórica», a pesar de que en su transcurso los especialistas la hicieron avanzar muchísimo como ciencia. A este abandono se deben en buena parte sus peculiares errores, que hoy gravitan sobre nosotros. En su último tercio se inició -aún subterráneamente- la involución, el retroceso a la barbarie, esto es, a la ingenuidad y primitivismo de quien no tiene u olvida su pasado.

Por eso son bolchevismo y fascismo, los dos intentos «nuevos» de política que en Europa y sus aledaños se están haciendo, dos claros ejemplos de regresión sustancial. No tanto por el contenido positivo de sus doctrinas que, aislado, tiene naturalmente una verdad parcial -¿Quién en el universo no tiene una porciúncula de razón, como por la manera anti-histórica, anacrónica, con que tratan su parte de razón. Movimientos típicos de hombres-masas, dirigidos, como todos los que lo son, por hombres mediocres, extemporáneos y sin larga memoria, sin «conciencia histórica», se comportan desde un principio como si hubiesen pasado ya, como si acaeciendo en esta hora perteneciesen a la fauna de antaño.

La cuestión no está en ser o no ser comunista y bolchevique. No discuto el credo. Lo que es inconcebible y anacrónico es que un comunista de 1917 se lance a hacer una revolución que es, en su forma, idéntica a todas las que antes ha habido y en que no se corrigen lo más mínimo los defectos y errores de las antiguas. Por eso no es interesante históricamente lo acontecido en Rusia; por eso es estrictamente lo contrario que un comienzo de vida humana. Es, por lo contrario, una monótona repetición de la revolución de siempre, es el perfecto lugar común de las revoluciones. Hasta el punto de que no hay frase hecha, de las muchas que sobre las revoluciones la vieja experiencia humana ha hecho, que no reciba deplorable confirmación cuando se aplica a ésta. «La revolución devora a sus propios hijos.» «La revolución comienza por un partido mesurado, pasa en seguida a los extremistas y comienza muy pronto a retroceder hacia una restauración», etcétera, etc. A los cuales tópicos venerables podían agregarse algunas otras verdades menos notorias, pero no menos probables, entre ellas ésta: una revolución no dura más de quince años, período que coincide con la vigencia de una generación.

Quien aspire verdaderamente a crear una nueva realidad social o política necesita preocuparse ante todo de que esos humildísimos lugares comunes de la experiencia histórica queden invalidados por la situación que él suscita. Por mi parte, reservaré la calificación de genial para el político que apenas comience a operar comiencen a volverse locos los profesores de Historia de los institutos, en vista de que todas las «leyes» de su ciencia resultan caducadas, interrumpidas y hechas cisco.

Invirtiendo el signo que afecta al bolchevismo, podríamos decir cosas similares del fascismo. Ni uno ni otro ensayo están «a la altura de los tiempos», no llevan dentro de sí escorzado todo el pretérito, condición irremisible para superarlo. Con el pasado no se lucha cuerpo a cuerpo. El porvenir lo vence porque se lo traga. Como deje algo de él fuera, está perdido.

Uno y otro -bolchevismo y fascismo- son dos seudoalboradas; no traen la mañana de mañana, sino la de un arcaico día, ya usado una y muchas veces; son primitivismo. Y esto serán todos los movimientos que recaigan en la simplicidad de entablar un pugilato con tal o cual porción del pasado, en vez de preceder a su digestión.

No cabe duda de que es preciso superar el liberalismo del siglo XIX. Pero esto es justamente lo que no puede hacer quien, como el fascismo, se declara antiliberal. Porque eso -ser antiliberal o no liberal- es lo que hacía el hombre anterior al liberalismo. Y como ya una vez éste triunfó de aquél, repetirá su victoria innumerables veces o se acabará todo -liberalismo y antiliberalismo- en una destrucción de Europa. Hay una cronología vital inexorable. El liberalismo es en ella posterior al antiliberalismo, o lo que es lo mismo, es más vida que éste, como el cañón es más arma que la lanza.

Al primer pronto, una actitud anti-algo parece posterior a este algo, puesto que significa una reacción contra él y supone su previa existencia. Pero la innovación que el anti representa se desvanece en vacío ademán negador y deja sólo como contenido positivo una «antigualla». El que se declara antiPedro, no hace, traduciendo su actitud a lenguaje positivo, más que declararse partidario de un mundo donde Pedro no exista. Pero esto es precisamente lo que acontecía al mundo cuando aún no había nacido Pedro. El antipedrista, en vez de colocarse después de Pedro, se coloca antes y retrotrae toda la película a la situación pasada, al cabo de la cual está inexorablemente ]a reaparición de Pedro. Les pasa, pues, a todos estos anti, lo que, según la leyenda, a Confucio. El cual nació, naturalmente, después que su padre; pero, ¡diablo!, nació ya con ochenta años, mientras su progenitor no tenía mas que treinta. Todo anti no es más que un simple y hueco no.

Sería todo muy fácil si con un no mondo y lirondo aniquilásemos el pasado. Pero el pasado es por esencia revenant. Si se le echa, vuelve, vuelve irremediablemente. Por eso su única auténtica separación es no echarlo. Contar con él. Comportarse en vista de él para sortearlo, para evitarlo. En suma, vivir a «la altura de los tiempos», con hiperestésica conciencia de la coyuntura histórica.

El pasado tiene razón, la suya. Si no se le da esa que tiene, volverá a reclamarla y, de paso, a imponer la que no tiene. El liberalismo tenía una razón, y ésa hay que dársela per saecula saeculorum. Pero no tenia toda la razón, y esa que no tenía es la que hay que quitarle. Europa necesitaba conservar su esencial liberalismo. Esta es la condición para superarlo.

Si he hablado aquí de fascismo y bolchevismo, no ha sido más que oblicuamente, fijándome sólo en su facción anacrónica. Esta es, a mi juicio, inseparable de todo lo que hoy parece triunfar. Porque hoy triunfa el hombre-masa y, por lo tanto, sólo intentos por él informados, saturados de su estilo primitivo, pueden celebrar una aparente victoria. Pero, aparte de esto, no discuto ahora la entraña del uno ni la del otro, como no pretendo dirimir el perenne dilema entre revolución y evolución. Lo más que este ensayo se atreve a solicitar es que revolución o evolución sean históricas y no anacrónicas.

El tema que persigo en estas páginas es políticamente neutro, porque alienta en estrato mucho más profundo que la política y sus dimensiones. No es más ni menos masa el conservador que el radical, y esta diferencia -que en toda época ha sido muy superficial- no impide ni de lejos que ambos sean un mismo hombre, vulgo rebelde. Europa no tiene remisión si su destino no es puesto en manes de gentes verdaderamente «contemporáneas» que sientan bajo si palpitar todo el subsuelo histórico, que conozcan la altitud presente de la vida y repugnen todo gesto arcaico y silvestre. Necesitamos de la historia íntegra para ver si logramos escapar de ella, no recaer en ella.

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