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La rebelión de las masas













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4 La función de mandar y obedecer es la decisiva en toda sociedad. Como ande en ésta turbia la cuestión de quién manda y quién obedece, todo lo demás marchará impura y torpemente. Hasta la más íntima intimidad de cada individuo, salvas geniales excepciones, quedará perturbada y falsificada. Si el hombre fuese un ser solitario que accidentalmente se halla trabado en convivencia con otros, acaso permaneciese intacto de tales repercusiones, originadas en los desplazamientos y crisis del imperar, del Poder. Pero como es social en su más elemental textura, queda trastornado en su índole privada por mutaciones que en rigor sólo afectan inmediatamente a la colectividad. De aquí que si se toma aparte un individuo y se le analiza, cabe colegir, sin más datos, cómo anda en su país la conciencia de mando y obediencia.

Fuera interesante y hasta útil someter a este examen el carácter individual del español medio. La operación sería, no obstante, enojosa y, aunque útil, deprimente; por eso la elude. Pero haría ver la enorme dosis de desmoralización íntima, de encanallamiento que en el hombre medio de nuestro país produce el hecho de ser España una nación que vive desde hace siglos con una conciencia sucia en la cuestión de mando y obediencia. El encanallaniento no es otra cosa que la aceptación como estado habitual y constituido de una irregularidad, de algo que mientras se acepta sigue pareciendo indebido. Como no es posible convertir en sana normalidad lo que en su esencia es criminoso y anormal, el individuo opta por adaptarse él a lo indebido, haciéndose por completo homogéneo al crimen o irregularidad que arrastra. Es un mecanismo parecido al que el adagio popular enuncia cuando dice: «Una mentira hace ciento.» Todas las naciones han atravesado .jornadas en que aspiró a mandar sobre ellas quien no debía mandar; pero un fuerte instinto les hizo concentrar al punto sus energías y expeler aquella irregular pretensión de mando. Rechazaron la irregularidad transitoria y reconstituyeron así su moral pública. Pero el español ha hecho lo contrario: en vez de oponerse a ser imperado por quien su íntima conciencia rechazaba, ha preferido falsificar todo el resto de su ser para acomodarlo a aquel fraude inicial. Mientras esto persista en nuestro país, es vano esperar nada de los hombres de nuestra raza. No puede tener vigor elástico para la difícil faena de sostenerse con decoro en la historia una sociedad cuyo Estado, cuyo imperio o mando es constitutivamente fraudulento.

No hay, pues, nada extraño en que bastara una ligera duda, una simple vacilación sobre quién manda en el mundo, para que todo el mundo -en su vida pública y en su vida privada- haya comenzado a desmoralizarse.

La vida humana, por su naturaleza propia, tiene que estar puesta a algo, a una empresa gloriosa o humilde, a un destino ilustre o trivial. Se trata de una condición extraña, pero inexorable, escrita en nuestra existencia. Por un lado, vivir es algo que cada cual hace por si y para si. Por otro lado, si esa vida mía, que sólo a mí me importa, no es entregada por mí a algo, caminará desvencijada, sin tensión y sin «forma». Estos años asistimos al gigantesco espectáculo de innumerables vidas humanas que marchan perdidas en el laberinto de sí mismas por no tener a qué entregarse. Todos los imperativos, todas las órdenes, han quedado en suspense. Parece que la situación debía ser ideal, pues cada vida queda en absoluta franquía para hacer lo que le venga en gana, para vacar a sí misma. Lo mismo cada pueblo. Europa ha aflojada su presión sobre el mundo. Pero el resultado ha sido contrario a lo que podía esperarse. Librada a sí misma, cada vida se queda en sí misma, vacía, sin tener qué hacer. Y como ha de llenarse con algo, se finge frívolamente a sí misma, se dedica a falsas ocupaciones, que nada íntimo, sincere, impone. Hoy es una cosa; mañana, otra, opuesta a la primera. Está perdida al encontrarse sola consigo. El egoísmo es laberíntico. Se comprende. Vivir es ir disparado hacia algo, es caminar hacia una meta. La meta no es mi caminar, no es mi vida; es algo a que pongo ésta y que por lo mismo está fuera de ella, más allá. Si me resuelvo a andar sólo por dentro de mi vida, egoístamente, no avanzo, no voy a ninguna parte; doy vueltas y revueltas en un mismo lugar. Esto es el laberinto, un camino que no lleva a nada, que se pierde en sí mismo, de puro no ser más que caminar por dentro de sí.

Después de la guerra, el europeo se ha cerrado su interior, se ha quedado sin empresa para sí y para los demás. Por eso seguimos históricamente como hace diez años.

No se manda en seco. El mando consiste en una presión que se ejerce sobre los demás. Pero no consiste sólo en esto. Si fuera esto sólo, sería violencia. No se olvide que mandar tiene doble efecto: se manda a alguien, pero se le manda algo. Y lo que se le manda es, a la postre, que participe en una empresa, en un gran destino histórico. Por eso no hay imperio sin programa de vida, precisamente sin un plan de vida imperial. Como dice el verso de Schiller:

 

Cuando los reyes construyen, tienen que hacer los carreros.

 

No conviene, pues, embarcarse en la opinión trivial que cree ver en la actuación de los grandes pueblos -como de los hombres- una inspiración puramente egoísta. No es tan fácil como se cree ser puro egoísta, y nadie siéndolo ha triunfado jamás. El egoísmo aparente de los grandes pueblos y de los grandes hombres es la dureza inevitable con que tiene que comportarse quien tiene su vida puesta a una empresa. Cuando de verdad se va a hacer algo y nos hemos entregado a un proyecto, no se nos puede pedir que estemos en disponibilidad para atender a los transeúntes y que nos dediquemos a pequeños altruismos de azar. Una de las cosas que más encantan a los viajeros cuando cruzan España es que si preguntan a alguien en la calle donde está una plaza o edificio, con frecuencia el preguntado deja el camino que lleva y generosamente se sacrifica por el extraño, conduciéndolo hasta el lugar que a éste interesa. Yo no niego que pueda haber en esta índole del buen celtíbero algún factor de generosidad, y me alegro de que el extranjero interprete así su conducta. Pero nunca al oírlo o leerlo he podido reprimir este recelo: es que el compatriota preguntado iba de verdad a alguna parte? Porque podría muy bien ocurrir que, en muchos cases, el español no va a nada, no tiene proyecto ni misión, sino que, más bien, sale a la vida para ver si las de otros llenan un poco la suya. En muchos cases me consta que mis compatriotas salen a la calle por ver si encuentran algún forastero a quien acompañar.

Grave es que esta duda sobre el mando del mundo ejercido hasta ahora por Europa haya desmoralizado el resto de los pueblos, salve aquellos que por su juventud están aún en su prehistoria. Pero es mucho más grave que este piétinement sur place llegue a desmoralizar por completo al europeo mismo. No pienso así porque yo sea europeo o cosa parecida. No es que diga: si el europeo no ha de mandar en el futuro próximo, no me interesa la vida del mundo. Nada me importaría el cese del mando europeo si existiera hoy otro grupo de pueblos capaz de sustituirlo en el poder y la dirección del planeta. Pero ni siquiera esto pediría. Aceptaría que no mandase nadie si esto no trajese consigo la volatilización de todas las virtudes y dotes del hombre europeo.

Ahora bien: esto último es irremisible. Si el europeo se habitúa a no mandar él, bastarán generación y media para que el viejo continente, y tras él el mundo todo, caiga en la inercia moral, en la esterilidad intelectual y en la barbarie omnímoda. Sólo la ilusión del imperio y la disciplina de responsabilidad que ella inspira pueden mantener en tensión las almas de Occidente. La ciencia, el arte, la técnica y todo lo demás viven de la atmósfera tónica que crea la conciencia de mando. Si ésta falta, el europeo se irá envileciendo. Ya no tendrán las mentes esa fe radical en sí mismas que las lanza enérgicas, audaces, tenaces, a la captura de grandes ideas, nuevas en todo orden. El europeo se hará definitivamente cotidiano. Incapaz de esfuerzo creador y lujoso, recaerá siempre en el ayer, en el hábito, en la rutina. Se hará una criatura chabacana, formulista, huera, como los griegos de la decadencia y como los de toda la historia bizantina.

La vida creadora supone un régimen de alta higiene, de gran decoro, de constantes estímulos, que excitan la conciencia de la dignidad. La vida creadora es vida enérgica, y esta sólo es posible en una de estas dos situaciones: o siendo uno el que manda, o hallándose alojado en un mundo donde manda alguien a quien reconocemos pleno derecho para tal función; o mando yo, u obedezco. Pero obedecer no es aguantar -aguantar es envilecerse-, sino, al contrario, estimar al que manda y seguirlo, solidarizándose con él, situándose con fervor bajo el ondeo de su bandera.

 

5 Conviene que ahora retrocedamos al punto de partida de estos artículos: al hecho, tan curioso, de que en el mundo se hable estos años tanto sobre la decadencia de Europa. Ya es sorprendente el detalle de que esta decadencia no haya sido notada primeramente por los extraños, sino que el descubrimiento de ella se deba a los europeos mismos. Cuando nadie, fuera del viejo continente, pensaba en ello, ocurrió a algunos hombres de Alemania, de Inglaterra, de Francia, esta sugestiva idea: ¿No será que empezamos a decaer? La idea ha tenido buena prensa, y hoy todo el mundo habla de la decadencia europea como de una realidad inconcusa.

Pero detened al que la enuncia con un leve gesto y preguntadle en qué fenómenos concretes y evidentes funda su diagnóstico. Al punto lo veréis hacer vagos ademanes y practicar esa agitación de brazos hacia la rotundidad del universo que es característica de todo náufrago. No sabe, en efecto, a qué agarrarse. La única cosa que sin grandes precisiones aparece cuando se quiere definir la actual decadencia europea es el conjunto de dificultades económicas que encuentra hoy delante de cada una de las naciones europeas. Pero cuando se va a precisar un poco el carácter de esas dificultades, se advierte que ninguna de ellas afecta seriamente al poder de creación de riqueza y que el viejo continente ha pasado por crisis mucho más graves en este orden.

¿Es que por ventura el alemán o el inglés no se sienten hoy capaces de producir más y mejor que nunca? En modo alguno, e importa mucho filiar el estado de espíritu de ese alemán o de ese inglés en esta dimensión de lo económico. Pues lo curioso es precisamente que la depresión indiscutible de sus ánimos no proviene de que se sientan poco capaces, sino, al contrario, de que, sintiéndose con más potencialidad que nunca, tropiezan con ciertas barreras fatales que les impiden realizar lo que muy bien podrían. Esas fronteras fatales de la economía actual alemana, inglesa, francesa, son las fronteras políticas de los Estados respectivos. La dificultad auténtica no radica, pues, en este o en el otro problema económico que esté planteado, sino en que la forma de vida pública en que habían de moverse las capacidades económicas es incongruente con el tamaño de éstas. A mi juicio, la sensación de menoscabo, de impotencia, que abruma innegablemente estos años a la vitalidad europea, se nutre de esa desproporción entre el tamaño de la potencialidad europea actual y el formato de la organización política en que tiene que actuar. El arranque para resolver las graves cuestiones urgentes es tan vigoroso como cuando más lo haya sido; pero tropieza al punto con las reducidas jaulas en que está alojado, con las pequeñas naciones en que hasta ahora vivía organizada Europa. El pesimismo, el desánimo que hoy pesa sobre el alma continental, se parece mucho al del ave de ala larga que al batir sus grandes remeras se hiere contra los hierros del jaulón.

La prueba de ello es que la combinación se repite en todos los demás órdenes, cuyos factores son en apariencia tan distintos de lo económico. Por ejemplo, en la vida intelectual. Todo buen intelectual de Alemania, Inglaterra o Francia se siente hoy ahogado en los límites de su nación, siente su nacionalidad como una limitación absoluta. El profesor alemán se da ya clara cuenta de que es absurdo el estilo de producción a que le obliga su público inmediato de profesores alemanes, y echa de menos la superior libertad de expresión que gozan el escritor francés y el ensayista británico. Viceversa, el hombre de letras parisiense comienza a comprender que está agotada la tradición del mandarinismo literario, de verbal formalismo, a que le condena su oriundez francesa, y preferiría, conservando las mejores calidades de esa tradición, integrarla con algunas virtudes del profesor alemán.

En el orden de la política interior pasa lo mismo. No se ha analizado aún a fondo la extrañísima cuestión de por qué anda tan en agonía la vida política de todas las grandes naciones. Se dice que las instituciones democráticas han caído en desprestigio. Pero esto es justamente lo que convendría explicar. Porque es una desprestigio extraño. Se habla mal del Parlamento en todas partes; pero no se ve que en ninguna de las naciones que cuentan se intente su sustitución, ni siquiera que existan perfiles utópicos de otras formas de Estado que, al menos idealmente, parezcan preferibles. No hay, pues, que creer mucho en la autenticidad de este aparente desprestigio. No son las instituciones, en cuanto instrumento de vida pública, las que marchan mal en Europa, sino las tareas en que emplearlas. Faltan programas de tamaño congruente con las dimensiones efectivas que la vida ha llegado a tener dentro de cada individuo europeo.

Hay aquí un error de óptica que conviene corregir de una vez, porque da grima escuchar las inepcias que a toda hora se dicen, por ejemplo, a propósito del Parlamento. Existe toda una serie de objeciones válidas al modo de conducirse los Parlamentos tradicionales; pero si se toman una a una, se ve que ninguna de ellas permite la conclusión de que deba suprimirse el Parlamento, sino, al contrario, todas llevan por vía directa y evidente a la necesidad de reformarlo. Ahora bien: lo mejor que humanamente puede decirse de algo es que necesita ser reformado, porque ello implica que es imprescindible y que es capaz de nueva vida. El automóvil actual ha salido de las objeciones que se pusieron al automóvil de 1910. Mas la desestima vulgar en que ha caído el Parlamento no precede de esas objeciones. Se dice, por ejemplo, que no es eficaz. Nosotros debemos preguntar entonces: ¿Para qué no es eficaz? Porque la eficacia es la virtud que un utensilio tiene para producir una finalidad. En este caso la finalidad sería la solución de los problemas públicos en cada nación. Por eso exigimos de quien proclama la ineficacia de los Parlamentos, que posea él una idea clara de cuál es la solución de los problemas públicos actuales. Porque si no, si en ningún país está hoy claro, ni aun teóricamente, en qué consiste lo que hay que hacer, no tiene sentido acusar de ineficacia a los instrumentos institucionales. Más valía recordar que jamás institución alguna ha creado en la historia Estados más formidable, más eficientes que los Estados parlamentarios del siglo XIX. El hecho es tan indiscutible, que olvidarlo demuestra franca estupidez. No se confunde, pues, la posibilidad y la urgencia de reformar profundamente las asambleas legislativas, para hacerlas «aún más» eficaces, con declarar su inutilidad.

El desprestigio de los Parlamentos no tiene nada que ver con sus notorios defectos. Precede de otra causa, ajena por completo a ellos en cuanto utensilios políticos. Precede de que el europeo no sabe en qué emplearlos, de que no estima las finalidades de la vida pública tradicional; en suma, de que no siente ilusión por los Estados nacionales en que está inscrito y prisionero. Si se mira con un poco de cuidado ese famoso desprestigio, lo que se ve es que el ciudadano, en la mayor parte de los países, no siente respeto por su Estado. Sería inútil sustituir el detalle de sus instituciones, porque lo irrespetable no son éstas, sino el Estado mismo, que se ha quedado chico.

Por vez primera, al tropezar el europeo en sus proyectos económicos, políticos, intelectuales, con los límites de su nación, siente que aquéllos -es decir, sus posibilidades de vida, su estilo vital- son inconmensurables en el tamaño del cuerpo colectivo en que está encerrado. Y entonces ha descubierto que ser inglés, alemán o francés es ser provinciano. Se ha encontrado, pues, con que es «menos» que antes, porque antes el francés, el inglés y el alemán creían, cada cual por sí, que eran el universo. Este es, me parece, el auténtico origen de esa impresión de decadencia que aqueja al europeo. Por lo tanto, un origen puramente íntimo y paradójico, ya que la presunción de haber menguado nace, precisamente, de que ha crecido su capacidad, y tropieza con una organización antigua, dentro de la cual ya no cabe.

Para dar a lo dicho un sostén plástico que lo aclare, tómese cualquier actividad concreta; por ejemplo: la fabricación de automóviles. El automóvil es invento puramente europeo. Sin embargo, hoy es superior la fabricación norteamericana de este artefacto. Consecuencia: el automóvil europeo está en decadencia. Y sin embargo, el fabricante europeo -industrial o técnico- de automóviles sabe muy bien que la superioridad del producto norteamericano no precede de ninguna virtud específica gozada por el hombre de ultramar, sino sencillamente de que la fábrica americana puede ofrecer su producto sin traba alguna a ciento veinte millones de hombres. Imagínese que una fábrica europea viese ante sí un área mercantil formada por todos los Estados europeos, y sus colonias y protectorados. Nadie duda de que ese automóvil previsto para quinientos o seiscientos millones de hombres sería mucho mejor y más barato que el Ford. Todas las gracias peculiares de la técnica americana son, casi seguramente, efectos y no causas de la amplitud y homogeneidad de su mercado. La «racionalización» de la industria es consecuencia automática de su tamaño.

La situación auténtica de Europa vendría, por lo tanto, a ser esta: su magnífico y largo pasado la hace llegar a un nuevo estadio de vida donde todo ha crecido; pero a la vez las estructuras supervivientes de ese pasado son enanas e impiden la actual expansión. Europa se ha hecho en forma de pequeñas naciones. En cierto modo, la idea y el sentimiento nacionales han sido su invención más característica. Y ahora se ve obligada a superarse a sí misma. Este es el esquema del drama enorme que va a representarse en los años venideros. ¿Sabrá libertarse de supervivencias, o quedará prisionera para siempre de ellas? Porque ya ha acaecido una vez en la historia que una gran civilización murió por no poder sustituir su idea tradicional de Estado...

 

6 He contado en otro lugar la pasión y muerte del mundo grecorromano, y en cuanto a ciertos detalles, me remito a lo dicho allí. Pero ahora podemos tomar el asunto bajo otro aspecto.

Griegos y latinos aparecen en la historia alojados, como abejas en su colmena, dentro de urbes, de poleis. Este es un hecho que en estas páginas necesitamos tomar como absoluto y de génesis misteriosa; un hecho de que hay que partir sin más; como el zoólogo parte del dato bruto e inexplicado de que el sphex vive solitario, errabundo, peregrino, y en cambio la rubia abeja sólo existe en enjambre constructor de panales). El caso es que la excavación y la arqueología nos permiten ver algo de lo que había en el suelo de Atenas y en el de Roma antes de que Atenas y Roma existiesen. Pero el tránsito de esta prehistoria, puramente rural y sin carácter específico, al brote de la ciudad, fruta de nueva especie que da el suelo de ambas penínsulas, queda arcano: ni siquiera está claro el nexo étnico entre aquellos pueblos protohistóricos y estas extrañas comunidades, que aportan al repertorio humano una gran innovación: la de construir una plaza pública, y en torno una ciudad cerrada al campo. Porque, en efecto, la definición más certera de lo que es la urbe y la polis se parece mucho a la que cómicamente se da del canon: toma usted un agujero, lo rodea de alambre muy apretado, y eso es un cañón. Pues lo mismo, la urbe o polis comienza por ser un hueco: el foro, el ágora; y todo lo demás es pretexto para asegurar este hueco, para delimitar su dintorno. La polis no es, primordialmente, un conjunto de casas habitables, sino un lugar de ayuntamiento civil, un espacio acotado para funciones públicas. La urbe no está hecha, como la cabaña o el domus, para cobijarse de la intemperie y engendrar, que son menesteres privados y familiares, sino para discutir sobre la cosa pública. Nótese que esto significa nada menos que la invención de una nueva clase de espacio, mucho más nueva que el espacio de Einstein. Hasta entonces sólo existía un espacio: el campo, y en él se vivía con todas las consecuencias que esto trae para el ser del hombre. El hombre campesino es todavía un vegetal. Su existencia, cuanto piensa, siente y quiere, conserva la modorra inconsciente en que vive la planta. Las grandes civilizaciones asiáticas y africanas fueron en este sentido grandes vegetaciones antropomorfas. Pero el grecorromano decide separarse del campo, de la «naturaleza», del cosmos geobotánico. ¿Cómo es esto posible? ¿Cómo puede el hombre retraerse del campo? ¿Dónde irá, si el campo es toda la tierra, si es lo ilimitado? Muy sencillo: limitando un trozo de campo mediante unos muros que opongan el espacio incluso y finito al espacio amorfo y sin fin. He aquí la plaza. No es, como la casa, un «interior» cerrado por arriba, igual que las cuevas que existen en el campo, sino que es pura y simplemente la negación del campo. La plaza, merced a los muros que la acotan, es un pedazo de campo que se vuelve de espaldas al resto, que prescinde del resto y se opone a él. Este campo menor y rebelde, que practica secesión del campo infinito y se reserva a sí mismo frente a él, es campo abolido y, por lo tanto, un espacio sui generis, novísimo, en que el hombre se liberta de toda comunidad con la planta y el animal, deja a éstos fuera y crea un ámbito aparte, puramente humano. Es el espacio civil. Por eso Sócrates, el gran urbano, triple extracto del jugo que rezuma la polis, dirá: «Yo no tengo que ver con los árboles en el campo; yo sólo tengo que ver con los hombres en la ciudad.» ¿Qué han sabido nunca de esto el hindú, ni el persa, ni el chino, ni el egipcio?

Hasta Alejandro y César, respectivamente, la historia de Grecia y de Roma consiste en la lucha incesante entre esos dos espacios: entre la ciudad racional y el campo vegetal, entre el jurista y el labriego, entre el ius y el rus.

No se crea que este origen de la urbe es una pura construcción mía y que sólo le corresponde una verdad simbólica. Con rara insistencia, en el estrato primario y más hondo de su memoria conservan los habitantes de la ciudad grecolatina el recuerdo de un synoikismos. No hay, pues, que solicitar los textos, basta con traducirlos. Synoikismos es acuerdo de irse a vivir juntos; por lo tanto, ayuntamiento, estrictamente en el doble sentido físico y jurídico de este vocablo. Al desparramamiento vegetativo por la campiña sucede la concentración civil en la ciudad. La urbe es la supercasa, la superación de la casa o nido infrahumano, la creación de una entidad más abstracta, y más alta que el oikos familiar. Es la república, la politeia, que no se compone de hombres y mujeres, sino de ciudadanos. Una dimensión nueva, irreductible a las primigenias y más próximas al animal, se ofrece al existir humano, y en ella van a poner los que antes sólo eran hombres sus mejores energías. De esta manera nace la urbe, desde luego como Estado.

En cierto modo, toda la costa mediterránea ha mostrado siempre una espontánea tendencia a este tipo estatal. Con más o menos pureza, el norte de África (Cartago = la ciudad) repite el mismo fenómeno. Italia no salió hasta el siglo XIX del Estado-ciudad, y nuestro Levante cae en cuanto puede en el cantonalismo, que es un resabio de aquella milenaria inspiración.

El Estado-ciudad, por la relativa parvedad de sus ingredientes, permite ver claramente lo específico del principio estatal. Por una parte, la palabra Estado indica que las fuerzas históricas consiguen una combinación de equilibrio, de asiento. En este sentido significa lo contrario de movimiento histórico: El Estado es convivencia estabilizada, constituida, estática. Pero este carácter de inmovilidad, de forma quieta y definida, oculta, como todo equilibrio, el dinamismo que produjo y sostiene al Estado. Hace olvidar, en suma, que el Estado constituido es sólo el resultado de un movimiento anterior de lucha, de esfuerzos, que a él tendían. Al Estado constituido precede el Estado constituyente, y éste es un principio de movimiento.

Con esto quiero decir que el Estado no es una forma de sociedad que el hombre se encuentra dada y en regale, sino que necesita fraguarla penosamente. No es como la horda o la tribu y demás sociedades fundadas en la consanguinidad que la naturaleza se encarga de hacer sin colaboración con el esfuerzo humano. Al contrario, el Estado comienza cuando el hombre se afana por evadirse de la sociedad nativa dentro de la cual la sangre lo ha inscrito. Y quien dice la sangre dice también cualquier principio natural; por ejemplo, el idioma. Originariamente, el Estado consiste en la mezcla de sangres y lenguas. Es superación de toda sociedad natural. Es mestizo y plurilingüe.

Así, la ciudad nace por reunión de pueblos diversos. Construye sobre la heterogeneidad zoológica una homogeneidad abstracta de jurisprudencia 5. Claro está que la unidad jurídica no es la aspiración que impulsa el movimiento creador del Estado. El impulso es más sustantivo que todo derecho, es el propósito de empresas vitales mayores que las posibles a las minúsculas sociedades consanguíneas. En la génesis de todo Estado vemos o entrevemos siempre el perfil de un gran empresario.

Si observamos la situación histórica que precede inmediatamente al nacimiento de un Estado, encontraremos siempre el siguiente esquema: varias colectividades pequeñas cuya estructura social está hecha para que viva cada cual hacia dentro de sí misma. La forma social de cada una sirve sólo para una convivencia interna. Esto indica que en el pasado vivieron efectivamente aisladas cada una por sí y para sí, sin más que contactos excepcionales con las limítrofes. Pero a este aislamiento efectivo ha sucedido de hecho una convivencia externa, sobre todo económica. El individuo de cada colectividad no vive ya sólo de ésta, sino que parte de su vida está trabada con individuos de otras colectividades, con los cuales comercia mercantil e intelectualmente. Sobreviene, pues, un desequilibrio entre dos convivencias: la interna y la externa. La forma social establecida -derechos, «costumbres» y religión- favorece la interna y difículta la externa, más amplia y nueva. En esta situación, el principio estatal es el movimiento que lleva a aniquilar las formas sociales de convivencia interna, sustituyéndolas por una forma social adecuada a la nueva convivencia externa. Aplíquese esto al momento actual europeo, y estas expresiones abstractas adquirirán figura y color.

No hay creación estatal si la mente de ciertos pueblos no es capaz de abandonar la estructura tradicional de una forma de convivencia y, además, de imaginar otra nunca sida. Por eso es auténtica creación. El Estado comienza por ser una obra de Imaginación absoluta. La imaginación es el poder libertador que el hombre tiene. Un pueblo es capaz de Estado en la medida en que sepa imaginar. De aquí que todos los pueblos hayan tenido un límite en su evolución estatal, precisamente el límite impuesto por la naturaleza a su fantasía.

El griego y el romano, capaces de imaginar la ciudad que triunfa de la dispersión campesina, se detuvieron en los muros urbanos. Hubo quien quiso llevar las mentes grecorromanas más allá, quien intentó libertarlas de la ciudad; pero fue vano empeño. La cerrazón imaginativa del romano, representada por Bruto, se encargó de asesinar a César -la mayor fantasía de la antigüedad-. Nos importa mucho a los europeos de hoy recordar esta historia, porque la nuestra ha llegado al mismo capítulo.

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