www.centrojuandemariana.tk La rebelión de las masas
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EN CUANTO AL PACIFISMO Desde hace veinte años, Inglaterra -su Gobierno y su opinión pública- se ha
embarcado en el pacifismo. Cometemos el error de designar con este único nombre actitudes muy diferentes, tan diferentes,
que en la práctica resultan con frecuencia antagónicas. Hay, en efecto, muchas formas de pacifismo. Lo único que entre ellas
existe de común es una cosa muy vaga: la creencia en que la guerra es un mal y la aspiración a eliminarla como medio de trato
entre los hombres. Pero los pacifistas comienzan a discrepar en cuanto dan el paso inmediato y se preguntan hasta qué punto
es en absoluto posible la desaparición de las guerras. En fin, la divergencia se hace superlativa cuando se ponen a pensar
en los medios que exige una instauración de la paz sobre este pugnacísimo globo terráqueo. Acaso fuera mucho más útil de lo
que se sospecha un estudio completo sobre las diversas formas del pacifismo. De él emergería no poca claridad. Pero es evidente
que no me corresponde ahora ni aquí hacer un estudio en el cual quedaría definido con cierta precisión el peculiar pacifismo
en que Inglaterra -su Gobierno y su opinión pública- se embarcó hace veinte años. Mas, por otra parte, la realidad actual nos facilita desgraciadamente el asunto.
Es un hecho demasiado notorio que ese pacifismo inglés ha fracasado. Lo cual significa que ese pacifismo fue un error. El
fracaso ha sido tan grande, tan rotundo, que alguien tendría derecho a revisar radicalmente la cuestión y a preguntarse si
no es un error todo pacifismo. Pero yo prefiero ahora adaptarme cuanto pueda al punto de vista inglés, y voy a suponer que
su aspiración a la paz del mundo era una excelente aspiración. Mas ello subraya tanto más cuanto ha habido de error en el
resto, a saber, en la apreciación de las posibilidades de paz que el mundo actual ofrecía y en la determinación de la conducta
que ha de seguir quien pretenda ser de verdad pacifista. Al decir esto no sugiero nada que pueda llevar al desánimo. Todo lo contrario.
¿Por qué desanimarse? Tal vez las dos únicas a que el hombre no tiene derecho son la petulancia y su opuesto, el desánimo.
No hay nunca razón suficiente ni para lo uno ni para lo otro. Baste advertir el extraño misterio de la condición humana consistente
en que una situación tan negativa y de derrota como es haber cometido un error se convierte mágicamente en una nueva victoria
para el hombre, sin más que haberlo reconocido. El reconocimiento de un error es por sí mismo una nueva verdad y como una
luz que dentro de éste se enciende. Contra lo que creen los plañideros, todo error es una finca que acrece nuestro
haber. En vez de llorar sobre él, conviene apresurarse a explotarlo. Para ello es preciso que nos resolvamos a estudiarlo
a fondo, a descubrir sin piedad sus raíces y a construir enérgicamente la nueva concepción de las cosas que esto nos proporciona.
Yo supongo que los ingleses se disponen ya, serenamente, pero decididamente, a rectificar el enorme error que durante veinte
años ha sido su peculiar pacifismo y a sustituirlo por otro pacifismo más perspicaz y más eficiente. Como casi siempre acontece, el defecto mayor del pacifismo inglés -y en general
de los que se presentan como titulares del pacifismo- ha sido subestimar al enemigo. Esta subestima les inspiró un diagnóstico
falso. El pacifista ve en la guerra un daño, un crimen o un vicio. Pero olvida que, antes que eso y por encima de eso, la
guerra es un enorme esfuerzo que hacen los hombres para resolver ciertos conflictos. La guerra no es instinto, sino un invento.
Los animales la desconocen y es de pura institución humana, como la ciencia o la administración. Ella llevó a uno de los mayores
descubrimientos, base de toda civilización: al descubrimiento de la disciplina. Todas las demás formas de disciplina proceden
de la primigenia que fue la disciplina militar. El pacifismo está perdido y se convierte en nula beatería si no tiene presente
que la guerra es una genial y formidable técnica de vida y para la vida. Como toda forma histórica, tiene la guerra dos aspectos: el de la hora de su
invención y el de la hora de su superación. En la hora de su invención significó un progreso incalculable. Hoy, cuando se
aspira a superarla, vemos be ella sólo la sucia espalda, su horror, su tosquedad, su insuficiencia. Del mismo modo, solemos,
sin más reflexión, maldecir de la esclavitud, no advirtiendo el maravilloso adelanto que representó cuando fue inventada.
Porque antes lo que se hacía era matar a todos los vencidos. Fue un genio bienhechor de la humanidad el primero que ideó,
en vez de matar a los prisioneros, conservarles la vida y aprovechar su labor. Augusto Comte, que tenia un gran sentido humano,
es decir, histórico, vio ya de este modo la institución de la esclavitud -liberándose de las tonterías que sobre ella dice
Rousseau-, y a nosotros nos corresponde generalizar su advertencia, aprendiendo a mirar todas las cosas humanas bajo esa doble
perspectiva, a saber: el aspecto que tienen al llegar y el aspecto que tienen al irse. Los romanos, muy finamente, encargaron
a dos divinidades de consagrar esos dos instantes: Adeona y Abeona, la diosa del llegar y la diosa del irse. Por desconocer todo esto, que es elemental, el pacifismo se ha hecho su tarea
demasiado fácil. Pensó que para eliminar la guerra bastaba con no hacerla o, a lo sumo, con trabajar en que no se hiciese.
Como veía en ella sólo una excrecencia superflua y morbosa aparecida en el trato humano, creyó que bastaba con extirparla
y que no era necesario sustituirla. Pero el enorme esfuerzo que es la guerra sólo puede evitarse si se entiende por paz un
esfuerzo todavía mayor, un sistema de esfuerzos complicadísimos y que, en parte, requieren la venturosa intervención del genio.
Lo otro es un puro error. Lo otro es interpretar la paz como el simple hueco que la guerra dejaría si desapareciese; por lo
tanto, ignorar que si la guerra es una cosa que se hace, también la paz es una cosa que hay que hacer, que hay que fabricar,
poniendo a la faena todas las potencias humanas. La paz no «está ahí», sencillamente, presta sin más para que el hombre la
goce. La paz no es fruto espontáneo de ningún árbol. Nada importante es regalado al hombre; antes bien, tiene él que hacérselo,
que construirlo. Por eso, el título más claro de nuestra especie es ser homo faber. Si se atiende a todo esto, ¿no parecerá sorprendente la creencia en que ha
estado Inglaterra de que lo más que podía hacer en pro de la paz era desarmar, un hacer que se asemeja tanto a un puro omitir?
Esa creencia resulta incomprensible si no se advierte el error de diagnóstico que le sirve de base, a saber: la idea de que
la guerra precede simplemente de las pasiones de los hombres, y que si se reprime el apasionamiento, el belicismo quedará
asfixiado. Para ver con claridad la cuestión hagamos lo que hacía lord Kelvin para resolver sus problemas de física: construyámonos
un modelo imaginario. Imaginemos, en efecto, que en un cierto momento todos los hombres renunciasen a la guerra, como Inglaterra,
por su parte, ha intentado hacer. ¿Se cree que basta eso, más aún, que con ello se había dado el más breve paso eficiente
en el sentido de la paz? ¡Grande error! La guerra, repitamos, era un medio que habían inventado los hombres para solventar
ciertos conflictos. La renuncia a la guerra no suprime estos conflictos. Al contrario, los deja más intactos y menos resueltos
que nunca. La ausencia de pasiones, la voluntad pacífica de todos los hombres, resultarían completamente ineficaces, porque
los conflictos reclamarían solución, y mientras no se inventase otro medio, la guerra reaparecerá inexorablemente en ese imaginario
planeta habitado sólo por pacifistas. No es, pues, la voluntad de paz lo que importa últimamente en el pacifismo.
Es preciso que este vocablo deje de significar una buena intención y represente un sistema de nuevos medios de trato entre
los hombres. No se espere en este orden nada fértil mientras el pacifismo, de ser un gratuito y cómodo deseo, no pase a ser
un difícil conjunto de nuevas técnicas. El enorme daño que aquel pacifismo ha atraído a la causa de la paz consistió
en no dejarnos ver la carencia de las técnicas más elementales, cuyo ejercicio concrete y preciso constituye eso que, con
un vago nombre, llamamos paz. La paz, por ejemplo, es el derecho como forma de trato entre los pueblos. Pues
bien: el pacifismo usual daba por supuesto que ese derecho existía, que estaba ahí a disposición de los hombres, y que sólo
las pasiones de éstos y sus instintos de violencia inducían a ignorarlo. Ahora bien: esto es gravemente opuesto a la verdad. Para que el derecho a una rama de él exista, es preciso: 1.º, que algunos hombres,
especialmente inspirados, descubran ciertas ideas o principios de derecho; 2.º, la propaganda y expansión de esas ideas de
derecho sobre la colectividad en cuestión (en nuestro caso, por lo menos, la colectividad que forman los pueblos europeos
y americanos, incluyendo los dominios ingleses de Oceanía); 3.º, que esa expansión llegue de tal modo a ser predominante,
que aquellas ideas de derecho se consoliden en forma de «opinión pública». Entonces y sólo entonces podemos hablar, en la
plenitud del término, de derecho, es decir, de norma vigente. No importa que no haya legislador, no importa que no haya jueces.
Si aquellas ideas señorean de verdad las almas, actuarán inevitablemente como instancias para la conducta a la que se puede
recurrir. Y esta es la verdadera sustancia del derecho. Pues bien: un derecho referente a las materias que originan inevitablemente
las guerras no existe. Y no sólo no existe en el sentido de que no haya logrado todavía «vigencia», esto es, que no se haya
consolidado como norma firme en la «opinión pública», sino que no existe ni siquiera como idea, como puro teorema, incubado
en la mente de algún pensador. Y no habiendo nada de esto, no habiendo ni en teoría un derecho de los pueblos, ¿se pretende
que desaparezcan las guerras entre ellos? Permítaseme que califique de frívola, de inmoral, semejante pretensión. Porque es
inmoral pretender que una cosa deseada se realice mágicamente, simplemente porque la deseamos. Sólo es moral el deseo al que
acompaña la severa voluntad de aprontar los medios de su ejecución. No sabemos cuáles son los «derechos subjetivos» de las naciones y no tenemos
ni barruntos de cómo sería el «derecho objetivo» que pueda regular sus movimientos. La proliferación de tribunales internacionales,
de órganos de arbitraje entre Estados, que los últimos cincuenta años han presenciado, contribuye a ocultarnos la indigencia
de verdadero derecho internacional que padecemos. No desestimo, ni mucho menos, la importancia de esas magistraturas. Siempre
es importante para el progreso de una función moral que aparezca materializada en un órgano especial, claramente visible.
Pero la importancia de esos tribunales internacionales se ha reducido a eso hasta la fecha. El derecho que administran es,
en lo esencial, el mismo que ya existía antes de su establecimiento. En efecto, si se pasa revista a las materias juzgadas
por esos tribunales, se advierte que son las mismas resueltas desde antiguo por la diplomacia. No han significado progreso
alguno importante en lo que es esencial: en la creación de un derecho para la peculiar realidad que son las naciones. Ni era lícito esperar mayor fertilidad en este orden, de una etapa que se inició
con el tratado de Versalles y con la institución de la Sociedad de las Naciones, para referirnos sólo a los dos más grandes
y recientes cadáveres. Me repugna atraer la atención del lector sobre cosas fallidas, maltrechas o en ruinas. Pero es indispensable
para contribuir un poco a despertar el interés hacia nuevas grandes empresas, hacia nuevas tareas constructivas y salutíferas.
Es preciso que no vuelva a cometerse un error como fue la creación de la Sociedad de las Naciones; se entiende, lo que concretamente
fue y signiflcó esta institución en la hora de su nacimiento. No fue un error cualquiera, como los habituales en la difícil
faena que es la política. Fue un error que reclama el atributo de profundo. Fue un profundo error histórico. El «espíritu»
que impulsó hacia aquella creación, el sistema de ideas filosóficas, históricas, sociológicas y jurídicas de que emanaron
su proyecto y su figura, estaba ya históricamente muerto en aquella fecha. Pertenecía al pasado y, lejos de anticipar el futuro,
era ya arcaico. Y no se diga que es cosa fácil proclamar esto ahora. Hubo hombres en Europa que ya entonces denunciaron su
inevitable fracaso. Una vez más aconteció lo que es casi normal en la historia, a saber, que fue predicho. Pero una vez más
también los políticos no hicieron caso de esos hombres. Elude precisar a qué gremio pertenecían los profetas. Baste decir
que en la fauna humana representan la especie más opuesta al político. Siempre será éste quien deba gobernar, y no el profeta;
pero importa mucho a los destinos humanos que el político oiga siempre lo que el profeta grita o insinúa. Todas las grandes
épocas de la historia han nacido de la sutil colaboración entre estos dos tipos de hombre. Y tal vez una de las causas profundas
del actual desconcierto sea que desde hace dos generaciones los políticos se han declarado independientes y han cancelado
esa colaboración. Merced a ello se ha producido el vergonzosa fenómeno de que, a estas alturas de la historia y de la civilización,
navegue el mundo más a la deriva que nunca, entregado a una ciega mecánica. Cada vez es menos posible una sana política sin
larga anticipación histórica, sin profecía. Acaso las catástrofes presentes abran de nuevo los ojos a los políticos para el
hecho evidente de que hay hombres, los cuales, por los temas en que habitualmente se ocupan, o por poseer almas sensibles
como fines registradores sísmicos, reciben antes que los demás la visita del porvenir. La Sociedad de las Naciones fue un gigantesco aparato jurídico creado para
un derecho inexistente. Su vacío de justicia se llenó fraudulentamente con la sempiterna diplomacia, que al disfrazarse de
derecho contribuyó, a la universal desmoralización. Formúlese el lector cualquiera de los grandes conflictos que hay hoy planteados
entre las naciones y dígase a sí mismo si encuentra en su mente una posible norma jurídica que permita, siquiera teóricamente,
resolverlos. ¿Cuáles son, por ejemplo, los derechos de un pueblo que ayer tenía veinte millones de hombres y hoy tiene cuarenta
u ochenta? ¿Quién tiene derecho al espacio deshabitado del mundo? Estos ejemplos, los más toscos y elementales que pueden
aportarse, ponen bien a la vista el carácter ilusorio de todo pacifismo que no empiece por ser una nueva técnica jurídica.
Sin duda, el derecho que aquí se postula es una invención muy difícil. Si fuese fácil, existiría hace mucho tiempo. Es difícil,
exactamente tan difícil como la paz, con la cual coincide. Pero una época que ha asistido al invento de las geometrías no
euclidianas, de una física de cuatro dimensiones y de una mecánica de lo discontinuo, puede, sin espanto, mirar ante sí aquella
empresa y resolverse a acometerla. En cierto modo, el problema del nuevo derecho internacional pertenece al mismo estilo que
esos recientes progresos doctrinales. También aquí se trataría de liberar una actividad humana -el derecho- de cierta radical
limitación que ha padecido siempre. El derecho, en efecto, es estático, y no en balde su órgano principal se llama Estado.
El hombre no ha logrado todavía elaborar una forma de justicia que no esté circunscrita en la cláusula rebus sic stantibus.
Pero es el caso que las cosas humanas no son res stantes, sino todo lo contrario, cosas históricas, es decir, puro movimiento,
mutación perpetua. El derecho tradicional es sólo reglamento para una realidad paralítica. Y como la realidad histórica cambia
periódicamente de modo radical, choca sin remedio con la estabilidad del derecho, que se convierte en una camisa de fuerza.
Mas una camisa de fuerza puesta a un hombre sano tiene la virtud de volverle loco furioso. De aquí -decía yo recientemente-
ese extraño aspecto patológico que tiene la historia y que la hace aparecer como una lucha sempiterna entre los paralíticos
y los epilépticos. Dentro del pueblo se producen las revoluciones y entre los pueblos estallan las guerras. El bien que pretende
ser el derecho se convierte en un mal, como nos enseña ya la Biblia: «Por qué habéis tornado el derecho en hiel y el fruto
de la justicia en ajenjo» (Oseas, 6, 12). En el derecho internacional, esta incongruencia entre la estabilidad de la
justicia y la movilidad de la realidad, que el pacifista quiere someter a aquélla, llega a su máxima potencia. Considerada
en lo que el derecho importa, la historia es, ante todo, el cambio en el reparto del poder sobre la tierra. Y mientras no
existan principios de justicia que, siquiera en teoría, regulen satisfactoriamente esos cambios del poderío, todo pacifismo
es pena de amor perdida. Porque si la realidad histórica es eso ante todo, parecerá evidente que la injuria máxima sea el
statu quo. No extrañe, pues, el fracaso de la Sociedad de las Naciones, gigantesco aparato construido para administrar el
statu quo. El hombre necesita un derecho dinámico, un derecho plástico y en movimiento,
capaz de acompañar a la historia en su metamorfosis. La demanda no es exorbitante ni i utópica, ni siquiera nueva. Desde hace
más de setenta años, el derecho, tanto civil como político, evoluciona en ese sentido. Por ejemplo, casi todas las constituciones
contemporáneas procuran ser «abiertas». Aunque el expediente es un poco ingenuo, conviene recordarlo, porque en él se declara
la aspiración a un derecho semoviente. Pero, a mi juicio, lo más fértil sería analizar a fondo e intentar definir con precisión
-es decir, extraer la teoría que en él yace muda- el fenómeno jurídico más avanzado que se ha producido hasta la fecha en
el planeta: la British Commonwealth of Nations. Se me dirá que esto es imposible porque precisamente ese extraño fenómeno
jurídico ha sido forjado mediante estos dos principios: uno, el formulado por Balfour en 1926 con sus famosas palabras: «En
las cuestiones del Imperio es preciso evitar el refining, discussing or defining.» Otro, el principio «del margen y de la
elasticidad>,, enunciado por sir Austen Chamberlain en su histórico discurso del 12 de septiembre de 1925: «Mírense las
relaciones entre las diferentes secciones del Imperio británico; la unidad del Imperio británico no está hecha sobre una constitución
lógica. No está siquiera basada en una constitución. Porque queremos conservar a toda costa un margen y una elasticidad.» Sería un error no ver en estas dos fórmulas más que emanaciones de oportunismo
político. Lejos de ello, expresan muy adecuadamente la formidable realidad que es la British Commonwealth of Nations, y la
designan precisamente bajo su aspecto jurídico. Lo que no hacen es definirla, porque un político no ha venido al mundo para
eso, y si el político es inglés, siente que definir algo es casi cometer una traición. Pero es evidente que hay otros hombres
cuya misión es hacer lo que al político, y especialmente al inglés, esta prohibido: definir las cosas, aunque éstas se presenten
con la pretensión de ser esencialmente vagas. En principio, no es ni más ni menos difícil el triángulo que la niebla. Importaría
mucho reducir a conceptos claros está situación efectiva de derecho que consiste en puros «márgenes» y puras «elasticidades».
Porque la elasticidad es la condición que permite a un derecho ser plástico, y si se le atribuye un margen, es que se prevé
su movimiento. Si en vez de entender esos dos caracteres como meras elusiones y como insuficiencias de un derecho, los tomamos
como cualidades positivas, es posible que se abran ante nosotros las más fértiles perspectivas. Probablemente la constitución
del Imperio británico se parece mucho al «molusco de referencia, de que habló Einstein, una idea que al principio se juzgó
ininteligible y que es hoy base de la nueva mecánica. La capacidad para descubrir la nueva técnica de justicia que aquí se postula
está preformada en toda la tradición jurídica de Inglaterra más intensamente que en la de ningún otro país. Y ello no ciertamente
por casualidad. La manera inglesa de ver el derecho no es sino un caso particular del estilo general que caracteriza el pensamiento
británico, en el cual adquiere su expresión más extrema y depurada lo que acaso es el destino intelectual de Occidente, a
saber: interpretar todo lo inerte y material como puro dinamismo, sustituir lo que no parece ser sino «cosa» yacente, quieta
y fija, por fuerzas, movimientos y funciones. Inglaterra ha sido, en todos los órdenes de la vida, newtoniana. Pero no creo
necesario detenerme en este punto. Supongo que cien veces se habrá hecho constar y habrá sido demostrado con suficiente detalle.
Permítaseme sólo que, como empedernido lector, manifieste mi desideratum de leer un libro cuyo tema sea este: el newtoniano
inglés fuera de la física: por lo tanto, en todos los demás órdenes de la vida. Si resume ahora mí razonamiento, parecerá, creo yo, constituido por una línea
sencilla y clara. Está bien que el hombre pacífico se ocupe directamente en evitar esta o aquella
guerra; pero el pacifismo no consiste en eso, sino en construir la otra forma de convivencia humana que es la paz. Esto significa
la invención y ejercicio de toda una serie de nuevas técnicas. La primera de ellas es una nueva técnica jurídica que comience
por descubrir principios de equidad referentes a los cambios del reparto del poder sobre la tierra. Pero la idea de un nuevo derecho no es todavía un derecho. No olvidemos que
el derecho se compone de muchas cosas más que una idea: por ejemplo, forman parte de él los bíceps de los gendarmes y sus
sucedáneos. A la técnica del puro pensamiento jurídico tienen que acompañar muchas otras técnicas aún mas complicadas. Desgraciadamente, el nombre mismo de derecho internacional estorba a una clara
visión de lo que sería en su plena realidad un derecho de las naciones. Porque el derecho nos parecería ser un fenómeno que
acontece dentro de las sociedades, y el llamado «internacional» nos invita, por el contrario, a imaginar un derecho que acontece
entre ellas, es decir, en un vacío social. En este vacío social las naciones se reunirían, y mediante un pacto crearían una
sociedad nueva, que sería por mágica virtud de los vocablos la Sociedad de las Naciones. Pero esto tiene todo el aire de un
calembour. Una sociedad constituida mediante un pacto social sólo es sociedad en el sentido que este vocablo tiene para el
derecho civil, esto es, una asociación. Mas una asociación no puede existir como realidad jurídica si no surge sobre un área
donde previamente tiene vigencia un cierto derecho civil. Otra cosa son puras fantasmagorías. Esa área donde la sociedad pactada
surge es otra sociedad preexistente, que no es obra de ningún pacto, sino que es el resultado de una convivencia inveterada.
Esta auténtica sociedad, y no asociación, sólo se parece a la otra en el nombre. De aquí el calembour. Sin que yo pretenda resolver ahora con gesto dogmático, de paso y al vuelo,
las cuestiones más intrincadas de la filosofía, el derecho y la sociología, me atrevo a insinuar que caminará seguro quien
exija, cuando alguien le hable de un derecho jurídico, que le indique la sociedad portadora de ese derecho y previa a él.
En el vacío social no hay ni nace derecho. Éste requiere como substrato una unidad de convivencia humana, lo mismo que el
uso y la costumbre, de quienes el derecho es el hermano menor, pero más enérgico. Hasta tal punto es así, que no existe síntoma
más seguro para descubrir la existencia de una auténtica sociedad que la existencia de un hecho jurídico. Enturbia la evidencia
de esto la confusión habitual que padecemos al creer que toda auténtica sociedad tiene por fuerza que poseer un Estado auténtico.
Pero es bien claro que el aparato estatal no se produce dentro de una sociedad, sino en un estado muy avanzado de su evolución.
Tal vez el Estado proporciona al derecho ciertas perfecciones, pero es innecesario enunciar ante lectores ingleses que el
derecho existe sin el Estado y su actividad estatutaria. Cuando hablamos de las naciones tendemos a representárnoslas como sociedades
separadas y cerradas hacia dentro de sí mismas. Pero esto es una abstracción que deja fuera lo más importante de la realidad.
Sin duda, la convivencia o trato de los ingleses entre sí es mucho más intensa que, por ejemplo, la convivencia entre los
hombres de Inglaterra y los hombres de Alemania o de Francia. Mas es evidente que existe una convivencia general de los europeos
entre si y, por lo tanto, que Europa es una sociedad vieja de muchos siglos y que tiene una historia propia como pueda tenerla
cada nación particular. Esta sociedad general europea posee un grado o índice de socialización menos elevado que el que han
logrado desde el siglo XVI las sociedades particulares llamadas naciones europeas. Dígase, pues, que Europa es una sociedad
más tenue que Inglaterra o que Francia, pero no se desconozca su efectivo carácter de sociedad. La cosa importa superlativamente,
porque las únicas posibilidades de paz que existen dependen de que exista o no efectivamente una Sociedad europea. Si Europa
es sólo una pluralidad de naciones, pueden los pacíficos despedirse radicalmente de sus esperanzas. Entre sociedades independientes
no puede existir verdadera paz. Lo que solemos llamar así no es más que un estado de guerra mínima o latente. Como los fenómenos corporales son el idioma y el jeroglífico, merced a los
cuales pensamos las realidades morales, no es para dicho el daño que engendra una errónea imagen visual convertida en hábito
de nuestra mente. Por esta razón censure esa figura de Europa en que ésta aparece constituida por una muchedumbre de esferas
-las naciones- que sólo mantienen algunos contactos externos. Esta metáfora de jugador de billar debiera desesperar al buen
pacifista, porque, como el billar, no nos promete más eventualidad que el cheque. Corrijámosla, pues. En vez de figurarnos
las naciones europeas como una serie de sociedades exentas, imaginemos una sociedad única -Europa- dentro de la cual se han
producido grumos o núcleos de condensación más intensa. Esta figura corresponde mucho más aproximadamente que la otra a lo
que en efecto ha sido la convivencia occidental. No se trata con ello de dibujar un ideal, sino de dar expresión gráfica a
lo que realmente fue desde su iniciación, tras la muerte del período romano, esa convivencia. La convivencia, sin más, no significa sociedad, vivir en sociedad o formar
parte de una sociedad. Convivencia implica sólo relaciones entre individuos. Pero no puede haber convivencia duradera y estable
sin que se produzca automáticamente el fenómeno social por excelencia, que son los usos -usos intelectuales u «opinión pública»,
usos de técnica vital o «costumbres», usos que dirigen la conducta o «moral», usos que la imperan o «derecho». El carácter
general del uso consiste en ser una norma del comportamiento -intelectual, sentimental o físico- que se impone a los individuos,
quieran éstos o no. El individuo podrá, a su cuenta y riesgo, resistir el uso, pero precisamente este esfuerzo de resistencia
demuestra mejor que nada la realidad coactiva del uso, lo que llamaremos su «vigencia». Pues bien: una sociedad es un conjunto
de individuos que mutuamente se saben sometidos a la vigencia de ciertas opiniones y valoraciones. Según esto, no hay sociedad
sin la vigencia efectiva de cierta concepción del mundo, la cual actúa como una última instancia a la que se puede recurrir
en caso de conflicto. Europa ha sido siempre un ámbito social unitario, sin fronteras absolutas ni
discontinuidades, porque nunca ha faltado ese fondo o tesoro de «vigencias colectivas» -convicciones humanas y tablas de valores-
dotadas de esa fuerza coactiva tan extraña en que consiste «lo social». No sería nada exagerado decir que la sociedad europea
existe antes que las naciones europeas, y que éstas han nacido y se han desarrollado en el regazo maternal de aquélla. Los
ingleses pueden ver esto con alguna claridad en el libro de Dawson: The making of Europe. Introduction to the history of European Society. Sin embargo, el libro de Dawson es insuficiente. Está escrito por una mente
alerta y ágil, pero que no se ha liberado por completo del arsenal de conceptos tradicionales en la historiografía, conceptos
más o menos melodramáticos y míticos que ocultan, en vez de iluminarlas, las realidades históricas. Pocas cosas contribuirán
a apaciguar el horizonte como una historia de la sociedad europea, entendida como acabo de apuntar, una historia realista,
sin «idealizaciones». Pero este asunto no ha sido nunca visto, porque las formas tradicionales de la óptica histórica tapaban
esa realidad unitaria que he llamado, sensu stricto, «sociedad europea», y la suplantaban por un plural -las naciones-, como,
por ejemplo, aparece en el título de Ranke: Historia de los pueblos germánicos y románicos. La verdad es que esos pueblos
en plural flotan como ludiones dentro del único espacio social que es Europa: «en él se mueven, viven y son». La historia
que yo postulo nos contaría las vicisitudes de ese espacio humano y nos haría ver cómo su índice de socialización ha variado,
cómo en ocasiones descendió gravemente haciendo temer la escisión radical de Europa, y sobre todo cómo la dosis de paz en
cada época ha estado en razón directa de ese índice. Esto último es lo que más nos importa para las congojas actuales. La realidad histórica, o más vulgarmente dicho, lo que pasa en el mundo humano,
no es un montón de hechos sueltos, sino que posee una estricta anatomía y una clara estructura. Es más, acaso es lo único
en el universo que tiene por sí mismo estructura, organización. Todo lo demás -por ejemplo, los fenómenos físicos- carece
de ella. Son hechos sueltos a los que el físico tiene que inventar una estructura imaginaria. Pero esa anatomía de la realidad
histórica necesita ser estudiada. Los editoriales de los periódicos y los discursos de ministros y demagogos no nos dan noticia
de ella. Cuando se la estudia bien, resulta posible diagnosticar con cierta precisión el lugar o estrato del cuerpo histórico
donde la enfermedad radica. Había en el mundo una amplísima y potente sociedad -la sociedad europea-. A fuera de sociedad,
estaba constituida por un orden básico debido a la eficiencia de ciertas instancias últimas: el credo intelectual y moral
de Europa. Este orden que, por debajo de todos sus superficiales desórdenes, actuaba en los senos profundos de Occidente,
ha irradiado durante generaciones sobre el resto del planeta, y puso en él, mucho o poco, todo el orden de que ese resto era
capaz. Pues bien: nada debiera hoy importar tanto al pacifista como averiguar qué
es lo que pasa en esos senos profundos del cuerpo occidental, cuál es su índice actual de socialización, por qué se ha volatilizado
el sistema tradicional de «vigencias colectivas», y si, a despecho de las apariencias, conserva algunas de éstas latente vivacidad.
Porque el derecho es operación espontanea de la sociedad, pero la sociedad es convivencia bajo instancias. Pudiera acaecer
que en la fecha presente faltasen esas instancias en una proporción sin ejemplo a lo largo de toda la historia europea. En
este caso, la enfermedad sería la más 1 grave que ha sufrido el Occidente desde Diocleciano o los Severos. Esto no quiere
decir que sea incurable; quiere decir sólo que fuera preciso llamar a muy buenos médicos y no a cualquier transeúnte. Quiere
decir, sobre todo, que ~ no puede esperarse remedio alguno de la Sociedad de las Naciones, según lo que fue y Sigue siendo,
instituto antihistórico que un maldiciente podría suponer inventado en un club, cuyos miembros principales fuesen míster Pickwick,
monsieur Homais y congéneres. El anterior diagnóstico, aparte de que sea acertado o erróneo, parecerá abstruso.
Y lo es, en efecto. Yo lo lamento, pero no está en mi mano evitarlo. También los diagnósticos más rigurosos de la medicina
actual son abstractos. ¿Qué profane, al leer un fino análisis de sangre, ve allí definida una terrible enfermedad. Me he esforzado
siempre en combatir el esoterismo, que es por sí uno de los males de nuestro tiempo. Pero no nos hagamos ilusiones. Desde
hace un siglo, por causas hondas y en parte respetables, las ciencias derivan irresistiblemente en dirección esotérica. Es
una de las muchas cosas cuya grave importancia no han sabido ver los políticos, hombres aquejados del vicio opuesto, que es
un excesivo esoterismo. Por el momento no hay sino aceptar la situación y reconocer que el conocimiento se ha distanciado
radicalmente de las conversaciones de table-beer. Europa está hoy desocializada o, lo que es igual, faltan principios de convivencia
que sean vigentes y a que quepa recurrir. Una parte de Europa se esfuerza en hacer triunfar unos principios que considera
«nuevos», la otra se esfuerza en defender los tradicionales. Ahora bien esta es la mejor prueba de que ni unos ni otros son
vigentes y han perdido o no han logrado la virtud de instancias. Cuando una opinión o norma ha llegado a ser de verdad «vigencia
colectiva», no recibe su vigor del esfuerzo que en imponerla o sostenerla emplean grupos determinados dentro de la sociedad.
Al contrario, todo grupo determinado busca su máxima fortaleza reclamándose de esas vigencias. E? el momento en que es preciso
luchar en pro de un principio, quiere decirse que éste no es aún o ha dejado de ser vigente. Viceversa: cuando es con plenitud
vigente, lo único que hay que hacer es usar de él, referirse a el, ampararse en él, como se hace con la ley de gravedad. Las
vigencias operan su mágico influjo sin polémica ni agitación, quietas y yacentes en el fondo de las almas, a veces sin que
éstas se den cuenta de que están dominadas por ellas, y a veces creyendo inclusive que combaten en contra de ellas. El fenómeno
es sorprendente, pero es incuestionable y constituye el hecho fundamental de la sociedad. Las vigencias son el auténtico poder
social, anónimo, impersonal, independiente de todo grupo o individuo determinado. Mas, inversamente, cuando una idea ha perdido ese carácter de instancia colectiva,
produce una impresión entre cómica y azorante ver que alguien considera suficiente aludir a ella para sentirse justificado
o fortalecido. Ahora bien: esto acontece todavía hoy, con excesiva frecuencia, en Inglaterra y Norteamérica. Al advertirlo
nos quedamos perplejos. Esa conducta significa un error, o una ficción deliberada? ¿Es inocencia, o es táctica? No sabemos
a qué atenernos, porque en el hombre anglosajón la función de expresarse, de «decir», acaso represente un papel distinto que
en los demás pueblos europeos. Pero sea uno u otro el sentido de ese comportamiento, temo que sea funesto para el pacifismo.
Es más: habría que ver si no ha sido uno de los factores que han contribuido al desprestigio de las vigencias europeas el
peculiar uso que de ellas ha solido hacer Inglaterra. La cuestión deberá algún día ser estudiada a fondo, pero no ahora ni
por mí. Ello es que el pacifista necesita hacerse cargo de que se encuentra en un mundo
donde falta o está muy debilitado el requisito principal para la organización be la paz. En el trato de unos pueblos con otros
no cabe recurrir a instancias superiores, porque no las hay. La atmósfera de sociabilidad en que flotaban y que, interpuesta
como un éter benéfico entre ellos, les permitía comunicar suavemente, se ha aniquilado. Quedan, pues, separados y frente a
frente. Mientras, hace treinta años, las fronteras eran para el viajero poco más que coluros imaginarios, todos hemos visto
cómo se iban rápidamente endureciendo, convirtiéndose en materia córnea que anulaba la porosidad de las naciones y las hacía
herméticas. La pura verdad es que desde hace años Europa se halla en estado de guerra, en un estado de guerra sustancialmente
más radical que en todo su pasado. Y el origen que he atribuido a esta situación me parece conformado por el hecho de que
no solamente existe una guerra virtual entre los pueblos, sino que dentro de cada uno hay, declarada o preparándose, una grave
discordia. Es frívolo interpretar los regímenes autoritarios del día como engendrados por el capricho o la intriga. Bien claro
está que son manifestaciones ineludibles del estado de guerra civil en que casi todos los países se hallan hoy. Ahora se ve
como la cohesión interna de cada nación se nutría en buena parte de las vigencias colectivas europeas. Esta debilitación subitánea de la comunidad entre los pueblos de Occidente
equivale a un enorme distanciamiento moral. El trato entre ellos es dificilísimo. Los principios comunes constituían una especie
de lenguaje que les permitía entenderse. No era, pues, tan necesario que cada pueblo conociese bien y singulatim a cada uno
de los demás. Mas con esto rizamos el rizo de nuestras consideraciones iniciales. Porque ese distanciamiento moral se complica peligrosamente con otro fenómeno
opuesto, que es el que ha inspirado de modo concrete todo este artículo. Me refiero a un gigantesco hecho cuyos caracteres
conviene precisar un poco. Desde hace casi un siglo se habla de que los nuevos medios de comunicación
-desplazamiento de personas, transferencias de productos y transmisión de noticias- han aproximado los pueblos y unificado
la vida en el planeta. Mas, como suele acaecer, todo este decir era una exageración. Casi siempre las cosas humanas comienzan
por ser leyendas y sólo más tarde se convierten en realidades. En este caso, bien claro vemos hoy que se trataba sólo de una
entusiasta anticipación. Algunos de los medios que habían de hacer efectiva esa aproximación existían ya en principio -vapores,
ferrocarriles, telégrafos, teléfono-. Pero ni se había aún perfeccionado su invención ni se habían puesto ampliamente en servicio,
ni siquiera se habían inventado los más decisivos, como son el motor de explosión y la radiocomunicación. El siglo XIX, emocionado
ante las primeras grandes conquistas de la técnica científica, se apresuró a emitir torrentes de retórica sobre los «adelantos»,
el «progreso material», etc. De suerte tal, que, hacia su fin, las almas comenzaron a fatigarse de esos lugares comunes, a
pesar de que los creían verídicos, esto es, aunque habían llegado a persuadirse de que el siglo XIX había, en efecto, realizado
ya lo que aquella fraseología proclamaba. Esto ha ocasionado un curioso error de óptica histórica, que impide la comprensión
de muchos conflictos actuales. Convencido el hombre medio de que la centuria anterior era la que había dado cima a los grandes
adelantos, no se dio cuenta de que la época sin par de los inventos técnicos y de su realización ha sido estos últimos cuarenta
años. El número e importancia de los descubrimientos y el ritmo de su efectivo empleo en esa brevisima etapa supera, con mucho,
a todo el pretérito humano tomado en conjunto. Es decir, que la efectiva transformación técnica del mundo es un hecho recentísimo
y que ese cambio está produciendo ahora -ahora, y no desde hace un siglo- sus consecuencias radicales. Y esto en todos los
órdenes. No pocos de los profundos desajustes en la economía actual viven del cambio súbito que han causado en la producción
de esos inventos, cambio al cual no ha tenido tiempo de adaptarse el organismo económico. Que una sola fábrica sea capaz de
producir todas las bombillas 'eléctricas o todos los zapatos que necesita medio continente es un hecho demasiado afortunado
para no ser, por lo pronto, monstruoso. Esto mismo ha acontecido con las comunicaciones. De pronto y de verdad, en estos últimos
años recibe cada pueblo, a la hora y al minuto, tal cantidad de noticias y tan recientes sobre lo que pasa en los otros, que
ha provocado en él la ilusión de que, en efecto, está en los otros pueblos o en su absoluta inmediatez. Dicho en otra forma:
para los efectos de la vida pública universal, el tamaño del mundo súbitamente se ha contraído, se ha reducido. Los pueblos
se han encontrado de improvise dinámicamente más próximos. Y esto acontece precisamente a la hora en que los pueblos europeos
se han distanciado más moralmente. ¿No advierte el lector desde luego lo peligroso de semejante coyuntura? Sabido
es que el ser humano no puede, sin más ni más, aproximarse a otro ser humano. Como venimos de una de las épocas históricas
en que la aproximación era aparentemente más fácil, tendemos a olvidar que siempre fueron menester grandes precauciones para
acercarse a esa fiera con veleidades de arcángel que suele ser el hombre. Por eso corre a lo largo de toda la historia la
evolución de la técnica de la aproximación, cuya parte más notoria y visible es el saludo. Tal vez, con ciertas reservas,
pudiera decirse que las formas del saludo son función de la densidad de la población: por lo tanto, de la distancia normal
a que están unos hombres de otros. En el Sahara cada tuareg posee un radio de soledad que alcanza bastantes millas. El saludo
del tuareg comienza a cien yardas y dura tres cuartos de hora. En la China y el Japón, pueblos pululantes, donde los hombres
viven, por decirlo así, unos encima de otros, nariz contra nariz, en compacto hormiguero, el saludo y el trato se han complicado
en la más sutil y compleja técnica de cortesía, tan refinada, que al extremooriental le produce el europeo la impresión de
ser un grosero e insolente, con quien, en rigor, sólo el combate es posible. En esa proximidad superlativa todo es hiriente
y peligroso: hasta los pronombres personales se convierten en impertinencias. Por eso el japonés ha llegado a excluirlos de
su idioma, y en vez de «tú» dirá algo así como «la maravilla presente», y en lugar de «yo» hará una zalema y dirá «la miseria
que hay aquí». Si un simple cambio de la distancia entre dos hombres comporta parejos riesgos,
imagínense los peligros que engendra su súbita aproximación entre los pueblos sobrevenida en los últimos quince o veinte años.
Yo creo que no se ha reparado debidamente en este nuevo factor y que urge prestarle atención. Se ha hablado mucho estos meses de la intervención o no intervención de unos
Estados en la vida de otros países. Pero no se ha hablado, al menos con suficiente énfasis, de la intervención que hoy ejerce
de hecho la opinión de unas naciones en la vida de otras, a veces muy remotas. Y ésta es hoy, a mi juicio, mucho más grave
que aquélla. Porque el Estado es, al fin y al cabo, un órgano relativamente «racionalizado» dentro de cada sociedad. Sus actuaciones
son deliberadas y dosificadas por la voluntad de individuos determinados -los hombres políticos- a quienes no pueden faltar
un mínimum de reflexión y sentido de la responsabilidad. Pero la opinión de todo un pueblo o de grandes grupos sociales es
un poder elemental, irreflexivo e irresponsable, que además ofrece, indefenso, su inercia al influjo de todas las intrigas.
No obstante, la opinión pública sensu stricto de un país, cuando opina sobre la vida de su propio país, tiene siempre «razón»,
en el sentido de que nunca es incongruente con las realidades que enjuicia. La causa de ello es obvia. Las realidades que
enjuicia son las que efectivamente ha pasado el mismo sujeto que las enjuicia El pueblo inglés, al opinar sobre las grandes
cuestiones que afectan a su nación, opina sobre hechos que le han acontecido a él, que ha experimentado en su propia carne
y en su propia alma, que ha vivido y, en suma, son él mismo. ¿Cómo va, en lo esencial, a equivocarse? La interpretación doctrinal
de esos hechos podrá dar ocasión a las mayores divergencias teóricas, y éstas suscitar opiniones partidistas sostenidas por
grupos particulares; mas por debajo de esas discrepancias «teóricas», los hechos insofisticables, gozados o sufridos por la
nación, precipitan en ésta una «verdad» vital que es la realidad histórica misma y tiene un valor y una fuerza superiores
å todas las doctrinas. Esta «razón» o «verdad» vivientes que, como atributo, tenemos que reconocer a toda auténtica «opinión
pública», consiste, como se ve, en su congruencia. Dicho con otras palabras, obtenemos esta proposición: es máximamente improbable
que en asuntos graves de su país la «opinión pública» carezca de la información mínima necesaria para que su juicio no corresponda
orgánicamente a la realidad juzgada. Padecerá errores secundarios y de detalle, pero tomada como actitud macrocósmica, no
es verosímil que sea una reacción incongruente con la realidad, inorgánica respecto a ella y, por consiguiente, tóxica. Estrictamente lo contrario acontece cuando se trata de la opinión de un país
sobre lo que pasa en otro. Es máximamente probable que esa opinión resulte en alto grado incongruente. El pueblo A piensa
y opina desde el fondo de sus propias experiencias vitales, que son distintas de las del pueblo B. ¿Puede llevar esto a otra
cosa que al juego de los despropósitos? He aquí, pues, la primera causa de una inevitable incongruencia, que sólo podría contrarrestarse
merced a una cosa muy difícil, a saber: una información suficiente. Como aquí falta la «verdad» de lo vivido, habría que sustituirla
con una verdad de conocimiento. Hace un siglo no importaba que el pueblo de Estados Unidos se permitiese tener
una opinión sobre lo que pasaba en Grecia y que esa opinión estuviese mal informada. Mientras el Gobierno americano no actuase,
esa opinión era inoperante sobre los destinos de Grecia. El mundo era entonces «mayor», menos compacto y elástico. La distancia
dinámica entre pueblo y pueblo era tan grande que, al atravesarla, la opinión incongruente perdía su toxicidad Pero en estos
últimos años los pueblos han entrado en una extrema proximidad dinámica, y la opinión, por ejemplo, de grandes grupos sociales
norteamericanos está interviniendo de hecho -directamente como tal opinión y no su Gobierno- en la guerra civil española.
Lo propio digo de la opinión inglesa. Nada más lejos de mi pretensión que todo intento de podar el albedrío a ingleses
y americanos discutiendo su «derecho» a opinar lo que gusten sobre cuanto les plazca. No es cuestión de «derecho» o de la
despreciable fraseología que suele ampararse en ese título: es una cuestión, simplemente, de buen sentido. Sostengo que la
injerencia de la opinión pública de unos países en la vida de los otros es hoy un factor impertinente, venenoso y generador
de pasiones bélicas, porque esa opinión no está aún regida por una técnica adecuada al cambio de distancia entre los pueblos.
Tendrá el inglés, o el americano, todo el derecho que quiera a opinar sobre lo que ha pasado y debe pasar en España, pero
ese derecho es una injuria si no acepta una obligación correspondiente: la de estar bien informado sobre la realidad de la
guerra civil española, cuyo primero y más sustancial capítulo es su origen, las causas que la han producido. Pero aquí es donde los medios actuales de comunicación producen sus efectos,
por lo pronto dañinos. Porque la cantidad de noticias que constantemente recibe un pueblo sobre lo que pasa en otro es enorme.
¿Cómo va a ser fácil persuadir al hombre inglés de que no está informado sobre el fenómeno histórico que es la guerra civil
española u otra emergencia análoga? Sabe que los periódicos ingleses gastan sumas fortísimas en sostener corresponsales dentro
de todos los países. Sabe que, aunque entre esos corresponsales no pocos ejercen su oficio de manera apasionada y partidista,
hay muchos otros cuya imparcialidad es incuestionable y cuya pulcritud en transmitir datos exactos no es fácil de superar.
Todo esto es verdad, y porque lo es resulta muy peligroso. Pues es el caso que si el hombre inglés rememora con rápida ojeada
estos últimos tres o cuatro años, encontrará que han acontecido en el mundo cosas de grave importancia para Inglaterra, y
que le han sorprendido. Como en la historia nada de algún relieve se produce súbitamente, no sería excesiva suspicacia en
el hombre inglés admitir la hipótesis de que está mucho menos informado de lo que suele creer o que esa información tan copiosa
se compone de datos externos, sin fina perspectiva, entre los cuales se escapa lo más auténticamente real de la realidad.
El ejemplo más claro de esto, por sus formidables dimensiones, es el hecho gigante que sirvió a este artículo de punto de
partida: el fracaso del pacifismo inglés, de veinte años de política internacional inglesa. Dicho fracaso declara estruendosamente
que el pueblo inglés -a pesar de sus innumerables corresponsales- sabía poco de lo que realmente estaba aconteciendo en los
demás pueblos. Representémonos esquemáticamente, a fin de entenderla bien, la complicación
del proceso que tiene lugar. Las noticias que el pueblo A recibe del pueblo B suscitan en él un estado de opinión, sea de
amplios grupos o de todo el país. Pero como esas noticias le llegan hoy con superlativa rapidez, abundancia y frecuencia,
esa opinión no se mantiene en un piano más o menos «contemplativo» como hace un siglo, sino que irremediablemente se carga
de intenciones activas y toma desde juego un carácter de intervención. Siempre hay, además, intrigantes que, por motives particulares,
se ocupan deliberadamente en hostigarla. Viceversa, el pueblo B recibe también con abundancia, rapidez y frecuencia noticias
de esa opinión lejana, de su nervosidad, de sus movimientos, y tiene la impresión de que el extraño, con intolerable impertinencia,
ha invadido su país, que está allí, cuasi presente, actuando. Pero esta reacción de enojo se multiplica hasta la exasperación
porque el pueblo B advierte, al mismo tiempo, la incongruencia entre la opinión de A y lo que en B, efectivamente, ha pasado.
Ya es irritante que el prójimo pretenda intervenir en nuestra vida, pero si además revela ignorar por completo nuestra vida,
su audacia provoca en nosotros frenesí. Mientras en Madrid los comunistas y sus afines obligaban, bajo las más graves
amenazas, a escritores y profesores a firmar manifiestos, a hablar por radio, etc., cómodamente sentados en sus despachos
o en sus clubs, exentos de toda presión, algunos de los principales escritores ingleses firmaban otro manifiesto donde se
garantizaba que esos comunistas y sus afines eran los defensores de la libertad. Evitemos los aspavientos y las frases, pero
dejemos invitar al lector inglés a que imagine cuál pudo ser mi primer movimiento ante hecho semejante que oscila entre lo
grotesco y lo trágico. Porque no es fácil encontrarse con mayor incongruencia. Por fortuna, he cuidado durante toda mi vida
de montar en mi aparato psicofísico un sistema muy fuerte de inhibiciones y de frenos -acaso la civilización no es otra cosa
que ese montaje-, y además, como Dante decía: che saetta previsa vien più lenta, no contribuyó a debilitarme la sorpresa.
Desde hace muchos años me ocupo en hacer notar la frivolidad y la irresponsabilidad frecuentes en el intelectual europeo,
que he denunciado como un factor de primera magnitud entre las causas del presente desorden. Pero esta moderación que por
azar puedo ostentar no es «natural». Lo natural sería que yo estuviese ahora en guerra apasionada contra esos escritores ingleses.
Por eso es un ejemplo concrete del mecanismo belicoso que ha creado el mutuo desconocimiento entre los pueblos. Hace unos días, Alberto Einstein se ha creído con «derecho» a opinar sobre
la guerra civil española y tomar posición ante ella. Ahora bien: Alberto Einstein usufructúa una ignorancia radical sobre
lo que ha pasado en España ahora, hace siglos y siempre. El espíritu que le lleva a esta insolente intervención es el mismo
que desde hace mucho tiempo viene causando el desprestigio universal del hombre intelectual, el cual, a su vez, hace que hoy
vaya el mundo a la deriva, falto de pouvoir spirituel. Nótese que hablo de la guerra civil española como un ejemplo entre muchos,
el ejemplo que mas exactamente me consta, y me reduzco a procurar que el lector inglés admita por un momento la posibilidad
de que no está bien informado, a despecho de sus copiosas «informaciones». Tal vez esto le mueva a corregir su insuficiente
conocimiento de las demás naciones, supuesto el más decisivo para que en el mundo vuelva a reinar un orden. Pero he aquí otro ejemplo más general. Hace poco, el Congreso del Partido Laborista
rechazó por 2.100.000 votos contra 300.000 la unión con los comunistas, es decir, la formación en Inglaterra de un «frente
popular». Pero ese mismo partido y la masa de opinión que pastorea se ocupan en favorecer y fomentar del modo más concrete
y eficaz el «frente popular» que se ha formado en otros países. Dejo intacta la cuestión de si un «frente popular» es una
cosa benéfica o catastrófica, y me reduzco a confrontar dos comportamientos de un mismo grupo de opinión y a subrayar su nociva
incongruencia. La diferencia numérica en la votación es de aquellas diferencias cuantitativas que, según Hegel, se convierten
automáticamente en diferencias cualitativas. Esas cifras muestran que para el bloque del Partido Laborista la unión con el
comunismo, el «frente popular», no es una cuestión de más o de menos, sino que lo considerarían como un morbo terrible para
la nación inglesa. Pero es el caso que al mismo tiempo ese mismo grupo de opinión se ocupa en cultivar ese mismo microbio
en otros países, y esto es una intervención, más aún: podría decirse que es una intervención guerrera, puesto que tiene no
pocos caracteres de la guerra química. Mientras se produzcan fenómenos como este, todas las esperanzas de que la paz reine
en el mundo son, repito, penas de amor perdidas. Porque esa incongruente conducta, esa duplicidad de la opinión laborista,
sólo irritación puede inspirar fuera de Inglaterra. Y me parece vano objetar que esas intervenciones irritan a una parte del pueblo
intervenido, pero complacen a la otra. Esta es una observación demasiado obvia para que sea verídica. La parte del país favorecida
momentáneamente por la opinión extranjera procurará, claro está, beneficiarse de esa intervención. Otra cosa fuera pura tontería.
Mas por debajo de esa aparente y transitoria gratitud corre el proceso real de lo vivido por el país entero. La nación acaba
por estilizarse en «su verdad», en lo que efectivamente ha pasado, y ambos partidos hostiles coinciden en ella, declárenlo
o no. De aquí que acaben por unirse contra la incongruencia de la opinión extranjera. Ésta sólo puede esperar agradecimiento
perdurable en la medida en que por azar acierte o sea menos incongruente con esa viviente «verdad». Toda realidad desconocida
prepara su venganza. No otro es el origen de las catástrofes en la historia humana. Por eso será funesto todo intento de desconocer
que un pueblo es, como una persona, aunque de otro modo y por otras razones, una intimidad -por lo tanto, un sistema de secretos
que no puede ser descubierto, sin más, desde fuera-. No piense el lector en nada vago ni en nada místico. Tome cualquier función
colectiva, por ejemplo, la lengua. Bien notorio es que resulta prácticamente imposible conocer íntimamente un idioma extranjero
por mucho que se le estudie. ¿Y no será una insensatez creer cosa fácil el conocimiento de la realidad política de un país
extraño? Sostengo, pues, que la nueva estructura del mundo convierte los movimientos
de la opinión de un país sobre lo que pasa en otro -movimientos que antes eran casi inocuos- en auténticas incursiones. Esto
bastaría a explicar por qué, cuando las naciones europeas parecían más próximas a una superior unificación, han comenzado
repentinamente a cerrarse hacia dentro de sí mismas, a hermetizar sus existencias las unas frente a las otras y a convertirse
las fronteras en escafandras aisladoras. Yo creo que hay aquí un nuevo problema de primer orden para la disciplina internacional,
que corre paralelo al del derecho, tocado más arriba. Como antes postulábamos una nueva técnica jurídica, aquí reclamamos
una nueva técnica de trato entre los pueblos. En Inglaterra ha aprendido el individuo a guardar ciertas cautelas cuando se
permite opinar sobre otro individuo. Hay la ley del libelo y hay la formidable dictadura de las «buenas maneras». No hay razón
para que no sufra análoga regulación la opinión de un pueblo sobre otro. Claro que esto supone estar de acuerdo sobre un principio básico. Sobre este:
que los pueblos, que las naciones, existen. Ahora bien: el viejo y barato «internacionalismo» que ha engendrado las presentes
angustias pensaba, en el fondo, lo contrario. Ninguna de sus doctrinas y actuaciones es comprensible si no se descubre en
su raíz el desconocimiento de lo que es una nación y de que eso que son las naciones constituye una formidable realidad situada
en el mundo Y con que hay que contar. Era un curioso internacionalismo aquel que en sus cuentas olvidaba siempre el detalle
de que hay naciones. Tal vez el lector reclame ahora una doctrina positiva. No tengo inconveniente
en declarar cuál es la mía, aun exponiéndome a todos los riesgos de una enunciación esquemática. En el libro The Revolt of the Masses, que ha sido bastante leído en lengua
inglesa, propugno y anuncio el advenimiento de una forma más avanzada de convivencia europea, un paso adelante en la organización
jurídica y política de su unidad. Esta idea europea es de signo inverso a aquel abstruso internacionalismo. Europa no es,
no será la internación, porque eso significa, en claras nociones de historia, un hueco, un vacío y nada. Europa será la ultranación.
La misma inspiración que formó las naciones de Occidente sigue actuando en el subsuelo con la lenta y silente proliferación
de los corales. El descarrío metódico que representa el internacionalismo impidió ver que sólo al través de una etapa de nacionalismos
exacerbados se puede llegar a la unidad concreta y llena de Europa. Una nueva forma de vida no logra instalarse en el planeta
hasta que la anterior y tradicional no se ha ensayado en su modo externo. Las naciones europeas llegan ahora a sus propios
topes, y el topetazo será la nueva integración de Europa. Porque de eso se trata. No de laminar las naciones, sino de integrarlas,
dejando al Occidente todo su rico relieve. En esta fecha, como acabo de insinuar, la sociedad europea parece volatilizada.
Pero fuera un error creer que esto significa su desaparición o definitiva dispersión. El estado actual de anarquía y superlativa
disociación en la sociedad europea es una prueba más de la realidad que ésta posee. Porque si eso acontece en Europa es porque
sufre una crisis de su fe común, de la fe europea, de las vigencias en que su socialización consiste. La enfermedad Por que
atraviesa es, pues, común. No se trata de que Europa esté enferma, pero que gocen de plena salud estas o las otras naciones
y que, por lo tanto, sea probable la desaparición de Europa y su sustitución por otra forma de realidad histórica -por ejemplo,
las naciones sueltas o una Europa occidental disociada hasta la raíz de una Europa occidental; nada de esto se ofrece en el
horizonte-, sino que como es común y europea la enfermedad, lo será también el restablecimiento. Por lo pronto, vendrá una
articulación de Europa en dos formas distintas de vida pública: la forma de un nuevo liberalismo y la forma que, con un nombre
impropio, se suele llamar «totalitaria». Los pueblos menores adoptarán figuras de transición e intermediarias. Esto salvará
a Europa. Una vez más, resultará patente que toda forma de vida ha menester de su antagonista. El «totalitarismo» salvará
al «liberalismo», destiñendo sobre él, depurándolo, y gracias a ello veremos pronto a un nuevo liberalismo templar los regímenes
autoritarios. Este equilibrio puramente mecánico y provisional permitirá una nueva etapa de mínimo reposo, imprescindible
para que vuelva a brotar en el fondo del bosque que tienen las almas el hontanar de una nueva fe. Ésta es el auténtico poder
de creación histórica, pero no mana en medio de la alteración, sino en el recato del ensimismamiento. París y diciembre, 1937.
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