www.centrojuandemariana.tk La rebelión de las masas
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IX PRIMITIVISMO Y TÉCNICA Me importa mucho recordar aquí que estamos sumergidos en el análisis de una
situación -la del presente- sustancialmente equívoca. Por eso insinué al principio que todos los rasgos actuales, y en especial
la rebelión de las masas, presentan doble vertiente. Cualquiera de ellos no sólo tolera, sino que reclama una doble interpretación,
favorable y peyorativa. Y este equívoco no reside en nuestro juicio, sino en la realidad misma. No es que pueda parecerme
por un lado bien, por otro mal, sino que en sí misma la situación presente es potencia bifronte de triunfo o de muerte. No es cosa de lastrar este ensayo con toda una metafísica de la historia. Pero
claro es que lo voy construyendo sobre el cimiento subterráneo de mis convicciones filosóficas expuestas o aludidas en otros
lugares. No creo en la absoluta determinación de la historia. Al contrario, pienso que toda vida y, por lo tanto, la histórica,
se compone de puros instantes, cada uno de los cuales ésta relativamente indeterminado con respecto al anterior, de suerte
que en él la realidad vacila, piétine sur place, y no sabe bien si decidirse por una u otra entre varias posibilidades. Este
titubeo metafísico proporciona a todo lo vital esa inconfundible cualidad de vibración y estremecimiento. La rebelión de las masas puede, en efecto, ser tránsito a una nueva y sin par
organización de la humanidad, pero también puede ser una catástrofe en el destino humano. No hay razón para negar la realidad
del progreso; pero es preciso corregir la noción que cree seguro este progreso. Más congruente con los hechos es pensar que
no hay ningún progreso seguro, ninguna evolución sin la amenaza de involución y retroceso. Todo, todo es posible en la historia
-lo mismo el progreso triunfal e indefinido que la periódica regresión-. Porque la vida, individual o colectiva, personal
o histórica, es la única entidad del universo cuya sustancia es peligro. Se compone de peripecias. Es, rigorosamente hablando,
drama. Esto, que es verdad en general, adquiere mayor intensidad en los «momentos
críticos», como es el presente. Y así, los síntomas de nueva conducta que bajo el imperio actual de las masas van apareciendo
y agrupábamos bajo el título de «acción directa», pueden anunciar también futuras perfecciones. Es claro que toda vieja cultura
arrastra en su avance tejidos caducos y no parva cargazón de materia córnea, estorbo a la vida y tóxico residuo. Hay instituciones
muertas, valoraciones y respetos supervivientes y ya sin sentido, soluciones indebidamente complicadas, normas que han probado
su insustancialidad. Todos estos elementos de la acción directa, de la civilización, demandan una época del frenesí simplificador.
La levita y el plastrón románticos solicitan una venganza por medio del actual déshabillé y el «en mangas de camisa». Aquí
la simplificación es higiene y mejor gusto; por lo tanto, una solución más perfecta, como siempre que con menos medios se
consigue más. El árbol del amor romántico exigía también una poda para que cayeran las demasiadas magnolias falsas zurcidas
a sus ramas y el furor de lianas, volutas, retorcimientos e intrincaciones que no lo dejaban solearse. En general, la vida pública, sobre todo la política, requería urgentemente
una reducción a lo auténtico, y la humanidad europea no podría dar el salto elástico que el optimista reclama de ella si no
se pone antes desnuda, si no se aligera hasta su pura esencialidad, hasta cumplir consigo misma. El entusiasmo que siento
por esta disciplina de nudificación, de autenticidad, la conciencia de que es imprescindible para franquear el paso a un futuro
estimable, me hace reivindicar plena libertad de ideador frente a todo el pasado. Es el porvenir quien debe imperar sobre
el pretérito, y de él recibimos la orden para nuestra conducta frente a cuanto fue. Pero es preciso evitar el pecado mayor de los que dirigieron el siglo XIX:
la defectuosa conciencia de su responsabilidad, que les hizo no mantenerse alerta y en vigilancia. Dejarse deslizar por la
pendiente favorable que presenta el curso de los acontecimientos y embotarse para la dimensión de peligro y mal cariz que
aun la hora más jocunda posee, es precisamente faltar a la misión de responsable. Hoy se hace menester suscitar una hiperestesia
de responsabilidad en los que sean capaces de sentirla, y parece lo más urgente subrayar el lado palmariamente funesto de
los síntomas actuales. Es indudable que en un balance diagnóstico de nuestra vida pública los factores
adversos superan con mucho a los favorables, si el cálculo se hace no tanto pensando en el presente como en lo que anuncian
y prometen. Todo el crecimiento de posibilidades concretas que ha experimentado la vida
corre riesgo de anularse a sí mismo al topar con el más pavoroso problema sobrevenido en el destino europeo y que de nuevo
formulo: se ha apoderado de la dirección social un tipo de hombre a quien no interesan los principios de la civilización.
No los de ésta o los de aquélla, sino -a lo que hoy puede juzgarse- los de ninguna. Le interesan, evidentemente, los anestésicos,
los automóviles y algunas cosas más. Pero esto confirma su radical desinterés hacia la civilización. Pues esas cosas son sólo
productos de ella, y el fervor que se les dedica hace resaltar más crudamente la insensibilidad para los principios de que
nacen. Baste hacer constar este hecho: desde que existen las nuove scienze, las ciencias físicas -por lo tanto, desde el Renacimiento-,
el entusiasmo hacia ellas había aumentado sin colapso a lo largo del tiempo. Más concretamente: el número de gentes que en
proporción se dedicaban a esas puras investigaciones era mayor en cada generación. El primer caso de retroceso -repito, proporcional-
se ha producido en la generación que hoy va de los veinte a los treinta. En los laboratorios de ciencia pura empieza a ser
difícil atraer discípulos. Y esto acontece cuando la industria alcanza su mayor desarrollo y cuando las gentes muestran mayor
apetito por el uso de aparatos y medicinas creados por la ciencia. Si no fuera prolijo, podría demostrarse pareja incongruencia en política, en
arte, en moral, en religión y en las zonas cotidianas de la vida. ¿Qué nos significa situación tan paradójica? Este ensayo pretende haber preparado
la respuesta a tal pregunta. Significa que el hombre hoy dominante es un primitivo, un Naturmensch emergiendo en medio de
un mundo civilizado. Lo civilizado es el mundo, pero su habitante no lo es: ni siquiera ve en él la civilización, sino que
usa de ella como si fuese naturaleza. El nuevo hombre desea el automóvil y goza de él; pero cree que es fruta espontánea de
un árbol edénico. En el fondo de su alma desconoce el carácter artificial, casi inverosímil, de la civilización, y no alargara
su entusiasmo por los aparatos hasta los principios que los hacen posibles Cuando más arriba, transponiendo unas palabras
de Rathenau, decía yo que asistimos a la «invasión vertical de los bárbaros», pudo juzgarse -como es sólito- que se trataba
sólo de una «frase». Ahora se ve que la expresión podrá enunciar una verdad o un error, pero que es lo contrario de una «frase»,
a saber: una definición formal que condensa todo un complicado análisis. El hombre-masa actual es, en efecto, un primitivo,
que por los bastidores se ha deslizado en el viejo escenario de la civilización. A toda hora se habla hoy de los progresos fabulosos de la técnica; pero yo
no veo que se hable, ni por los mejores, con una conciencia de su porvenir suficientemente dramático. El mismo Spengler, tan
sutil y tan hondo -aunque tan maniático-, me parece en este punto demasiado optimista. Pues cree que a la «cultura» va a suceder
una época de «civilización», bajo la cual entiende sobre todo la técnica. La idea que Spengler tiene de la «cultura», y en
general de la historia, es tan remota de la presupuesta en este ensayo, que no es fácil, ni aun para rectificarlas, traer
aquí a comento sus conclusiones. Sólo brincando sobre distancias y precisiones, para reducir ambos puntos de vista a un común
denominador, pudiera plantearse así la divergencia: Spengler cree que la técnica puede seguir viviendo cuando ha muerto el
interés por los principios de la cultura. Yo no puedo resolverme a creer tal cosa. La técnica es, consustancialmente, ciencia,
y la ciencia no existe si no interesa en su pureza y por ella misma, y no puede interesar si las gentes no continúan entusiasmadas
con los principios generales de la cultura. Si se embota este fervor -como parece ocurrir-, la técnica sólo puede pervivir
un rato, el que le dure la inercia del impulso cultural que la creó. Se vive con la técnica, pero no de la técnica. Esta no
se nutre ni respira a sí misma, no es causa sui, sino precipitado útil, práctico, de preocupaciones superfluas, imprácticas. Voy, pues, a la advertencia de que el actual interés por la técnica no garantiza
nada, y menos que nada el progreso mismo o la perduración de la técnica. Bien está que se considere el tecnicismo como uno
de los rasgos característicos de la «cultura moderna», es decir, de una cultura que contiene un género de ciencia, el cual
resulta materialmente aprovechable. Por eso, al resumir la fisonomía novísima de la vida implantada por el siglo XIX, me quedaba
yo con estas dos solas facciones: democracia liberal y técnica. Pero repito que me sorprende la ligereza con que al hablar
de la técnica se olvida que su víscera cordial es la ciencia pura, y que las condiciones de su perpetuación involucran las
que hacen posible el puro ejercicio científico. ¿Se ha pensado en todas las cosas que necesitan seguir vigentes en las almas
para que pueda seguir habiendo de verdad «hombres de ciencia»? ¿Se cree en serio que mientras haya dólares habrá ciencia?
Esta idea en que muchos se tranquilizan no es sino una prueba más de primitivismo. ¡Ahí es nada la cantidad de ingredientes, los más dispares entre sí, que es
menester reunir y agitar para obtener el cóctel de la ciencia físicoquímica! Aun contentándose con la presión más débil y
somera del tema, salta ya el clarísimo hecho de que en toda la amplitud de la tierra y en toda la del tiempo, la fisicoquímica
sólo ha logrado constituirse, establecerse plenamente en el breve cuadrilátero que inscriben Londres, Berlín, Viena y París.
Y aun dentro de ese cuadrilátero, sólo en el siglo XIX. Esto demuestra que la ciencia experimental es uno de los productos
más improbables de la historia. Magos, sacerdotes, guerreros y pastores han pululado donde y como quiera. Pero esta fauna
del hombre experimental requiere, por lo visto, para producirse, un conjunto de condiciones más insólito que el que engendra
al unicornio. Hecho tan sobrio y tan magro debía hacer reflexionar un poco sobre el carácter supervolátil, evaporante, de
la inspiración científica . ¡lúcido va quien crea que si Europa desapareciese podrían los norteamericanos continuar la ciencia! Importaría mucho tratar a fondo el asunto y especificar con toda minucia cuáles
son los supuestos históricos, vitales de la ciencia experimental y, consecuentemente, de la técnica. Pero no se espere que,
aun aclarada la cuestión, el hombre-masa se daría por enterado. El hombre-masa no atiende a razones, y sólo aprende en su
propia carne. Una observación me impide hacerme ilusiones sobre la eficacia de tales prédicas,
que a fuer de racionales tendrían que ser sutiles. ¿No es demasiado absurdo que en las circunstancias actuales no sienta el
hombre medio, espontáneamente y sin prédicas, fervor superlativo hacia aquellas ciencias y sus congéneres las biológicas?
Porque repárese en cuál es la situación actual: mientras, evidentemente, todas las demás cosas de la cultura se han vuelto
problemáticas -la política, el arte, las normas sociales, la moral misma-, hay una que cada día comprueba, de la manera más
indiscutible y más propia para hacer efecto al hombre-masa, su maravillosa eficiencia: la ciencia empírica. Cada día facilita
un nuevo invento que ese hombre medio utiliza; cada día produce un nuevo analgésico o vacuna, de que ese hombre medio se beneficia.
Todo el mundo sabe que, no cediendo la inspiración científica, si se triplicasen o decuplicasen los laboratorios, se multiplicarían
automáticamente riqueza, comodidades, salud, bienestar. ¿Puede imaginarse propaganda más formidable y contundente en favor
de un principio vital? ¡Cómo, no obstante, no hay sombra de que las masas se pidan a sí mismas un sacrificio de dinero y de
atención para dotar mejor la ciencia? Lejos de eso, la posguerra ha convertido al hombre de ciencia en el nuevo paria social.
Y conste que me refiero a físicos, químicos, biólogos -no a los filósofos-. La filosofía no necesita ni protección, ni atención,
ni simpatía de la masa. Cuida su aspecto de perfecta inutilidad, y con ello se liberta de toda supeditación al hombre medio.
Se sabe a sí misma, por esencia, problemática, y abraza alegre su libre destino de Pájaro del Buen Dios, sin pedir a nadie
que cuente con ella, ni recomendarse, ni defenderse. Si a alguien, buenamente, le aprovecha para algo, se regocija por simple
simpatía humana; pero no vive de ese provecho ajeno, ni lo premedita, ni lo espera. ¿Cómo va a pretender que nadie la tome
en serio, si ella comienza por dudar de su propia existencia, si no vive más que en la medida en que se combata a sí misma,
en que se desviva a si misma? Dejemos, pues, a un lado la filosofía, que es aventura de otro rango. Pero las ciencias experimentales sí necesitan de la masa, como ésta necesita
de ellas, so pena de sucumbir, ya que en un planeta sin fisicoquímica no puede sustentarse el número de hombres hoy existentes. ¿Qué razonamientos pueden conseguir lo que no consigue el automóvil, donde
van y vienen esos hombres, y la inyección de pantopón, que fulmina, milagrosa, sus dolores? La desproporción entre el beneficio
constante y patente que la ciencia les procura, y el interés que por ella muestran es tal que no hay modo de sobornarse a
sí mismo con ilusorias esperanzas y esperar más que barbarie de quien así se comporta. Máxime si, según veremos, este despego
hacia la ciencia como tal, aparece, quizá con mayor claridad que en ninguna otra parte, en la masa de los técnicos mismos
-de médicos, ingenieros, etc., los cuales suelen ejercer su profesión con un estado de espíritu idéntico en lo esencial al
de quien se contenta con usar del automóvil o comprar el tubo de aspirina-, sin la menor solidaridad íntima con el destino
de la ciencia, de la civilización. Habrá quien se sienta más sobrecogido por Otros síntomas de barbarie emergente
que, siendo de cualidad positiva, de acción, y no de omisión, saltan más a los ojos y se materializan en espectáculo. Para
mí es éste de la desproporción entre el provecho que el hombre medio recibe de la ciencia y la gratitud que le dedica -que
no le dedica el más aterrador. Sólo acierto a explicarme esta ausencia del adecuado reconocimiento si recuerdo que en el centro
de África los negros van también en automóvil y se aspirinizan. El europeo que empieza a predominar -esta es mi hipótesis-
sería, relativamente a la compleja civilización en que ha nacido, un hombre primitivo, un bárbaro emergiendo por escotillón,
un «invasor vertical».
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