www.centrojuandemariana.tk La rebelión de las masas
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Resumen: El nuevo hecho social que aquí se analiza es este: la historia europea
parece, por vez primera, entregada a la decisión del hombre vulgar como tal. O dicho en voz activa: el hombre vulgar, antes
dirigido, ha resuelto gobernar el mundo. Esta resolución de adelantarse al primer piano social se ha producido en él, automáticamente,
apenas llegó a madurar el nuevo tipo de hombre que él representa. Si atendiendo a los efectos de vida pública se estudia la
estructura psicológica de este nuevo tipo de hombre-masa, Se encuentra lo siguiente: l.º,una impresión nativa y radical de
que la vida es fácil, sobrada, sin limitaciones trágicas; por lo tanto, cada individuo medio encuentra en sí una sensación
de dominio y triunfo que, 2.º, le invita a afirmarse a sí mismo tal cual es, dar por bueno y completo su haber moral e intelectual.
Este contentamiento consigo le lleva a cerrarse para toda instancia exterior, a no escuchar, a no poner en tela de juicio
sus opiniones y a no contar con los demás. Su sensación íntima de dominio le incita constantemente a ejercer predominio. Actuará,
pues, como si sólo él y sus congéneres existieran en el mundo; por lo tanto, 3.º, intervendrá en todo imponiendo su vulgar
opinión sin miramientos, contemplaciones, trámites ni reservas, es decir, según un régimen de «acción directa». Este repertorio de facciones nos hizo pensar en ciertos modos deficientes de
ser hombres, como el «niño mimado» y el primitivo rebelde, es decir, el bárbaro. (El primitivo normal, por el contrario, es
el hombre más dócil a instancias superiores que ha existido nunca: religión, tabús, tradición social, costumbre.) No es necesario
extrañarse de que yo acumule dicterios sobre esta figura de ser humano. El presente ensayo no es más que un primer ensayo
de ataque a ese hombre triunfante, y el anuncio de que unos cuantos europeos van a revolverse enérgicamente contra su pretensión
de tiranía. Por ahora se trata de un ensayo de ataque nada más: el ataque a fondo vendrá luego, tal vez muy pronto, en forma
muy distinta de la que este ensayo reviste. El ataque a fondo tiene que venir en forma que el hombre-masa no pueda precaverse
contra él, lo vea ante sí y no sospeche que aquello, precisamente aquello, es el ataque a fondo. Este personaje, que ahora anda por todas partes y dondequiera impone su barbarie
íntima, es, en efecto, el niño mimado de la historia humana. El niño mimado es el heredero que se comporta exclusivamente
como heredero. Ahora la herencia es la civilización -las comodidades, la seguridad en suma, las ventajas de la civilización-.
Como hemos visto, sólo dentro de la holgura vital que ésta ha fabricado en el mundo puede surgir un hombre constituido por
aquel repertorio de facciones inspirado por tal carácter. Es una de tantas deformaciones como el lujo produce en la materia
humana. Tenderíamos ilusoriamente a creer que una vida nacida en un mundo sobrado sería mejor, más vida y de superior calidad
a la que consiste precisamente en luchar con la escasez. Pero no hay tal. Por razones muy rigurosas y archifundamentales que
no es ahora ocasión de enunciar. Ahora, en vez de esas razones, basta con recordar el hecho siempre repetido que constituye
la tragedia de toda aristocracia hereditaria. El aristócrata hereda, es decir, encuentra atribuidas a su persona unas condiciones
de vida que él no ha creado, por tanto, que no se producen orgánicamente unidas a su vida personal y propia. Se halla, al
nacer, instalado, de pronto y sin saber cómo, en medio de su riqueza y de sus prerrogativas. El no tiene, íntimamente, nada
que ver con ellas, porque no vienen de él. Son el caparazón gigantesco de otra persona, de otro ser viviente: su antepasado.
Y tiene que vivir como heredero, esto es, tiene que usar el caparazón de otra vida. ¿En qué quedamos? ¿Qué vida va a vivir
el «aristócrata» de herencia: la suya, o la del prócer inicial? Ni la una ni la otra. Está condenado a representar al otro,
por lo tanto, a no ser ni el otro ni él mismo. Su vida pierde, inexorablemente, autenticidad, y se convierte en pura representación
o ficción de otra vida. La sobra de medios que está obligado a manejar no le deja vivir su propio y personal destino, atrofia
su vida. Toda vida es lucha, el esfuerzo por ser si misma. Las dificultades con que tropiezo para realizar mi vida son precisamente
lo que despierta y moviliza mis actividades, mis capacidades. Si mi cuerpo no me pesase, yo no podría andar. Si la atmósfera
no me oprimiese, sentiría mi cuerpo como una cosa vaga, fofa, fantasmática. Así, en el «aristócrata» heredero toda su persona
se va envagueciendo, por falta de uso y esfuerzo vital. El resultado es esa específica bobería de las viejas noblezas, que
no se parece a nada y que, en rigor, nadie ha descrito todavía en su interno y trágico mecanismo; el interno y trágico mecanismo
que conduce a toda aristocracia hereditaria a su irremediable degeneración. Vaya esto tan sólo para contrarrestar nuestra ingenua tendencia a creer que
la sobra de medios favorece la vida. Todo lo contrario. Un mundo sobrado de posibilidades produce automáticamente graves deformaciones
y viciosos tipos de existencia humana --los que se pueden reunir en la clase general «hombre heredero» de que el «aristócrata»
no es sino un caso particular, y otro el niño mimado, y otro, mucho más amplio y radical, el hombre-masa de nuestro tiempo-.
(Por otra parte, cabría aprovechar mas detalladamente la anterior alusión al «aristócrata», mostrando cómo muchos de los rasgos
característicos de éste, en todos los pueblos y tiempos, se dan de manera germinal en el hombre-masa. Por ejemplo: la propensión
a hacer ocupación central de la vida los juegos y los deportes; el cultivo de su cuerpo -régimen higiénico y atención a la
belleza del traje-, falta de romanticismo en la relación con la mujer; divertirse con el intelectual, pero, en el fondo, no
estimarlo y mandar que los lacayos o los esbirros le azoten; preferir la vida bajo la autoridad absoluta a un régimen de discusión
36, etc., etc.) Insisto, pues, con leal pesadumbre, en hacer ver -e este hombre lleno de tendencias
inciviles, que este novísimo bárbaro, es un producto automático de la civilización moderna, espacialmente de la forma que
esta civilización adoptó en el siglo XIX. No ha venido de fuera al mundo civilizado como los «los grandes bárbaros blancos»
del siglo V; no ha nacido tampoco dentro de él por generación espontánea y misteriosa como, según Aristóteles, los renacuajos
en la alberca, sino que es su fruto natural. Cabe formular esta ley que la paleontología y biogeografía confirman: la vida
humana ha surgido y ha progresado sólo cuando los medios con que contaba estaban equilibrados por los problemas que sentía.
Esto es verdad, lo mismo en el orden espiritual que en el físico. Así, para referirme a una dimensión muy concreta de la vida
corporal, recordaré que la especie humana ha brotado en zonas del planeta donde la estación caliente quedaba compensada por
una estación de frío intenso. En los trópicos el animal hombre degenera, y viceversa, las razas inferiores -por ejemplo, los
pigmeos- han sido empujadas hacia los trópicos por razas nacidas después que ellas y superiores en la escala de la evolución. Pues bien: la civilización del siglo XIX es de índole tal que permite al hombre
medio instalarse en un mundo sobrado del cual percibe sólo la superabundancia de medios, pero no las angustias. Se encuentra
rodeado de instrumentos prodigiosos, de medicinas benéficas, de Estados previsores, de derechos cómodos. Ignora, en cambio,
lo difícil que es inventar esas medicinas e instrumentos y asegurar para el futuro su producción; no advierte lo inestable
que es la organización del Estado, y apenas si siente dentro de sí obligaciones. Este desequilibrio le falsifica, le vacía
en su raíz de ser viviente, haciéndole perder contacto con la sustancia misma de la vida, que es absoluto peligro, radical
problematismo. La forma más contradictoria de la vida humana que puede aparecer en la vida humana es el «señorito satisfecho».
Por eso, cuando se hace figura predominante, es preciso dar la voz de alarma y anunciar que la vida se halla amenazada de
degeneración; es decir, de relativa muerte. Según esto, el nivel vital que representa la Europa de hoy es superior a todo
el pasado humano; pero si se mira el porvenir, hace temer que ni conserve su altura, ni produzca otro nivel más elevado, sino,
por el contrario, que retroceda y recaiga en altitudes inferiores. Esto, pienso, hace ver con suficiente claridad la anormalidad superlativa que
representa el «señorito satisfecho». Porque es un hombre que ha venido a la vida para hacer lo que le dé la gana. En efecto,
esta ilusión se hace «el hijo de familia». Ya sabemos por qué: en el ámbito familiar, todo, hasta los mayores delitos, puede
quedar a la postre impune. El ámbito familiar es relativamente artificial y tolera dentro de él muchos actos que en la sociedad,
en el aire de la calle, traerían automáticamente consecuencias desastrosas e ineludibles para su autor. Pero el «señorito»
es el que cree poder comportarse fuera de casa como en casa, el que cree que nada es fatal, irremediable e irrevocable. Por
eso cree que puede hacer lo que le dé la gana. ¡Gran equivocación! Vossa mercê irá a onde o levem, como se dice al loro en
el cuento del portugués. No es que no se deba hacer lo que le dé a uno la gana; es que no se puede hacer sino lo que cada
cual tiene que hacer, tiene que ser. Lo único que cabe es negarse a hacer eso que hay que hacer; pero esto no nos deja en
franquía para hacer otra cosa que nos dé la gana. En este punto poseemos sólo una libertad negativa de albedrío -la voluntad-.
Podemos perfectamente desertar de nuestro destino más auténtico; pero es para caer prisioneros en los pisos inferiores de
nuestro destino. Yo no puedo hacer esto evidente a cada lector en lo que su destino individualísimo tiene de tal, porque no
conozco a cada lector; pero sí es posible hacérselo ver en aquellas porciones o facetas de su destino que son idénticas a
las de otros. Por ejemplo, todo europeo actual sabe, con una certidumbre mucho más vigorosa que la de todas sus «ideas» y
«opiniones» expresas, que el hombre europeo actual tiene que ser liberal. No discutamos si esta o la otra forma de libertad
es la que tiene que ser. Me refiero a que el europeo más reaccionario sabe, en el fondo de su conciencia, que eso que ha intentado
Europa en el último siglo con el nombre de liberalismo es, en última instancia, algo ineludible, inexorable, que el hombre
occidental de hoy es, quiera o no. Aunque se demuestre, con plena e incontrastable verdad, que son falsas y funestas
todas las maneras concretas en que se ha intentado hasta ahora realizar ese imperativo irremisible de ser políticamente libre,
inscrito en el destino europeo, queda en pie la última evidencia de que en el siglo último tenía sustancialmente razón. Esta
evidencia última actúa lo mismo en el comunista europeo que en el fascista, por muchos gestos que hagan para convencernos
o convencerse de lo contrario, como actúa -quiera o no, créalo o no- en el católico, que presta más leal adhesión al Syllabus.
Todos «saben» que más allá de las justas críticas con que se combaten las manifestaciones del liberalismo, queda la irrevocable
verdad de éste, una verdad que no es teórica, científica, intelectual, sino de un orden radicalmente distinto y más decisivo
que todo eso -a saber, una verdad de destino-. Las verdades teóricas no sólo son discutibles, sino que todo su sentido y fuerza
están en ser discutidas; nacen de la discusión, viven en tanto se discuten y están hechas exclusivamente para la discusión.
Pero el destino -lo que vitalmente se tiene que ser o no se tiene que ser- no se discute, sino que se acepta o no. Si lo aceptamos,
somos auténticos; si no lo aceptamos, somos la negación, la falsificación de nosotros mismos. El destino no consiste en aquello que tenemos ganas de hacer; más bien se reconoce y muestra
su claro, rigoroso perfíl en la conciencia de tener que hacer lo que no tenemos ganas. Pues bien: el «señorito satisfecho» se caracteriza por «saber» que ciertas
cosas no pueden ser y, sin embargo, y por lo mismo, fingir con sus actos y palabras la convicción contraria. El fascista se
movilizará contra la libertad política, precisamente porque sabe que ésta no faltará nunca a la postre y en serio, sino que
está ahí, irremediablemente, en la sustancia misma de la vida europea, y que en ella se recaerá siempre que la verdad haga
falta, a la hora de la seriedad. Porque esta es la tónica de la existencia en el hombre-masa: la insinceridad, la «broma».
Lo que hacen lo hacen sin el carácter de irrevocable, como hace sus travesuras el «hijo de familia». Toda esa prisa por adoptar
en todos los órdenes actitudes aparentemente trágicas, últimas, tajantes, es sólo apariencia. Juegan a la tragedia porque
creen que no es verosímil la tragedia efectiva en el mundo civilizado. Bueno fuera que estuviésemos forzados a aceptar como auténtico ser de una persona
lo que ella pretendía mostrarnos como tal. Si alguien se obstina en afirmar que cree dos más dos igual a cinco y no hay motives
para suponerlo demente, debemos asegurar que no lo cree, por mucho que grite y aunque se deje matar por sostenerlo. Un ventarrón de farsa general y omnímoda sopla sobre el terruño europeo. Casi
todas las posiciones que se toman y ostentan son internamente falsas. Los únicos esfuerzos que se hacen van dirigidos a huir
del propio destino, a cegarse ante su evidencia y su llamada profunda, a evitar cada cual el careo con ese que tiene que ser.
Se vive humorísticamente, y tanto más cuanto más tragicota sea la máscara adoptada. Hay humorismo dondequiera que se vive
de actitudes revocables en que la persona no se hinca entera y sin reservas. El hombre-masa no afirma el pie sobre la firmeza
inconmovible de su sino; antes bien, vegeta suspendido ficticiamente en el espacio. De aquí que nunca como ahora estas vidas
sin peso y sin raíz -déracinées de su destino- se dejen arrastrar por la más ligera corriente. Es la época de las «corrientes»
y del «dejarse arrastrar». Casi nadie presenta resistencia a los superficiales torbellinos que se forman en arte o en ideas,
o en política, o en los usos sociales. Por lo mismo, más que nunca, triunfa la retórica. El superrealista cree haber superado
toda la historia literaria cuando ha escrito (aquí una palabra que no es necesario escribir) donde otros escribieron «jazmines,
cisnes y faunesas». Pero claro es que con ello no ha hecho sino extraer otra retórica que hasta ahora yacía en las letrinas. Aclara la situación actual advertir, no obstante la singularidad de su fisonomía,
la porción que de común tiene con otras del pasado. Así acaece que apenas llega a su máxima altitud la civilización mediterránea
-hacia el siglo III antes de Cristo-, hace su aparición el cínico. Diógenes patea con sus sandalias hartas de barro las alfombras
de Aristipo. El cínico se hizo un personaje pululante, que se hallaba tras cada esquina y en todas las alturas. Ahora bien:
el cínico no hacía otra cosa que sabotear la civilización aquella. Era el nihilista del helenismo. Jamás creó ni hizo nada.
Su papel era deshacer; mejor dicho, intentar deshacer, porque tampoco consiguió su propósito. El cínico, parásito de la civilización,
vive de negarla, por lo mismo que está convencido de que no faltará. ¿Qué haría el cínico en un pueblo salvaje donde todos,
naturalmente y en serio, hacen lo que él, en farsa, considera como su papel personal? ¿Qué es un fascista si no habla mal
de la libertad, y un superrealista si no perjura del arte? No podía comportarse de otra manera este tipo de hombre nacido en un mundo
demasiado bien organizado, del cual sólo percibe las ventajas y no los peligros. El contorno lo mima, porque es «civilización»
-esto es, una casa-, y el «hijo de familia» no siente nada que le haga salir de su temple caprichoso, que incite a escuchar
instancias externas superiores a él, y mucho menos que le obligue a tomar contacto con el fondo inexorable de su propio destino.
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